El rostro del horror


Cuentan los historiadores que una prueba de los primeros asentamientos humanos en un área geográfica que acabaría conociéndose con el nombre de Belchite datan de la Edad del Bronce y se hallan en la Cueva de los Encantados, pero habrá que aguardar hasta la recta final de la Edad del Hierro para tener constancia de una población con cierta relevancia. Apiano lo nombra en el año 93 antes de nuestra era, relacionándola con una ciudad celtibérica denominada Belgeda, mientras que Orosio hace una referencia cuando Pompeyo conquistó el valle del río Ebro, dos décadas después.

Alfonso VII de Aragón la conquistó, y para mantener su dominio, repobló este enclave con malhechores, que recuperaron la libertad a cambio de convertirse en mercenarios del monarca. Cristianos y judíos convivieron con los moriscos, que representaban la mayor parte de la población hasta que fueron expulsados en 1611. El general Palafox hizo de Belchite la base de operaciones de sus tropas para luchar contra la invasión napoleónica en 1808. No habían trascurrido treinta años cuando carlistas y liberales batallaron en este lugar.

Y llegó el mes de agosto de 1937.


Contaba entonces Belchite con algo menos de 3.800 habitantes, gente recia, curtida de trabajar de sol a sol en el campo y analfabeta la mayor parte. El Partido Socialista Obrero Español gobierna el Ayuntamiento después de haber ganado las elecciones municipales, celebradas en febrero de 1936, año en el que los militares traidores a la República acaban con el orden constitucional, financiados por los terratenientes, y los aristócratas y con la bendición de la Iglesia Católica. Las tropas de Franco avanzan destituyendo los gobiernos elegidos por los vecinos y fusilando a los líderes políticos y sociales. El alcalde, Mariano Castillo, se suicida en la cárcel el día 31 de julio.

A mediados de 1937 las tropas franquistas dominan Madrid y varias regiones del sur y el norte de España. Valencia es la sede del Gobierno de la República, presidido por Juan Negrín, que lanza una contraofensiva cuyo objetivo es abrir una brecha en las líneas rebeldes, entre Belchite y Zuera, que obligue a los franquistas a concentrar su atención en Zaragoza. Frenar a los sublevados hubiera permitido recuperar la confianza en la victoria sobre el fascismo, tras el fracaso del contraataque desplegado en Brunete (Madrid). Pero si hercúleo y descomunal es el reto, las exigencias se multiplican porque también pretende ajustar cuentas en sus propias filas, eliminando a anarquistas y troskistas de las milicias.

Alrededor de 80.000 efectivos avanzan y rompen el frente, una unidad se dirige hacia Zaragoza y Belchite está en su itinerario. Los avatares de las estrategias militares, el azar, la improvisación, las variables geográficas, la fatalidad o la combinación de estos y otros factores, quisieron estuviese situado en el peor de los emplazamientos posibles: entre dos frentes.


El día 24 de agosto de 1937 las fuerzas republicanas entran en Belchite con la convicción de que el enfrentamiento quedará resuelto en cuestión de horas. Atacantes y defensores luchan cuerpo a cuerpo, metro a metro y casa por casa.  Apenas disponen de agua potable, el pan y las provisiones que les hacen llegar los aliados de los golpistas desde los aviones es todo su alimento, pasan las horas agachados en los sótanos de sus humildes casas, que se comunican entre sí a través de los boquetes que hacen en las paredes.

En medio de la refriega, un falangista lanza una granada contra la ametralladora instalada en uno de los accesos, provocando un boquete por el que logran huir varios centenares de vecinos. La resistencia de los habitantes del Belchite se prolonga hasta el 6 de septiembre. Fue aquella una victoria con sabor a derrota y el inicio de un breve paréntesis que iba a concluir con el ataque de las tropas franquistas, en marzo de 1938.

Tanques, aviones, carros de combate, cañones, morteros, toneladas de explosivos, granadas de mano… En torno a cinco mil muertos (muchos de ellos civiles que no llegaron a entender qué estaba sucediendo y bastante tenían con sobrevivir día a día). Casas destrozadas, balcones que amenazan con caer de un momento a otro, locales comerciales destruidos, tejados hundidos, paredes eliminadas que dejan ver la estructura interior de las viviendas, las huellas de las balas en la fachada de una oficina bancaria, iglesias con sus techos perforados por las bombas que parecen tambalearse tras haber sufrido los mordiscos de una bestia, torres de ladrillo con varios siglos de historia que se vienen abajo.


Desolación es lo que provoca observar, un mediodía del mes de junio del año 2023, un pueblo con sus tripas al aire, las vigas de madera que parecen huesos astillados y las calles taponadas por los escombros. Pasa una mujer, que saluda, “buenas tardes”, “buenas tardes”. Arde el sol. Desde un alto situado cerca del emplazamiento que ocupó el polvorín, el viajero cuenta con una perspectiva tan amplia como deprimente.

Resistió los bombardeos el Arco de la Villa, con sus plantas y de estilo barroco. En la superior se encuentra una capilla dedicada a la Virgen del Portal a la que el vecindario implora para obtener su protección ante la peste y otras desgracias, pero los rezos no fueron efectivos en esta ocasión. Es el punto de inicio de la Calle Mayor, en cuyos márgenes se sucede la destrucción. Dañados resultaron también los conventos de san Agustín y san Rafael, al igual que la Iglesia de san Martín de Tours, caracterizada por la mezcla de estilos, su monumental portada y una torre adosada mudéjar, como mudéjar es la torre del reloj, que enseña sus heridas. El pozo del trujal, la prensa donde estrujaban las olivas, es utilizado como improvisada fosa común para evitar la descomposición de los cadáveres.

Un tercio de las construcciones acabaron en el suelo. Finalizada la guerra, los vecinos que habían sido evacuados regresan a Belchite y se encuentran que está todo arrasado. Cualquier ejercicio para situarse en su lugar y tratar de interiorizar el impacto emocional resultaría frívolo. Hay una sensación de pérdida irreparable. El impacto emocional es brutal. ¿Cómo empezar una nueva vida en un territorio que está dominado por la muerte?

Los que más sufren son los que menos tienen, aquellos cuya relación con los que se enfrentaron a tiros había sido lejana o inexistente, los que trabajan tierras que no son suyas y seguirán haciéndolo cuando concluya el combate. Son los que viven durante varios años entre las ruinas y la oscuridad, sobre las fosas comunes de un pueblo convertido en un cementerio, mientras el trabajo esclavo de los prisioneros republicanos, cuyas familias habitan improvisados barracones, avanza en la construcción de un nuevo pueblo, que finaliza en 1950, aunque las últimas familias tuvieron que aguardar hasta 1964 para ser alojadas.


Quedan en torno a 1.500 vecinos. “Pueblo viejo Belchite, ya no te rondan zagales, ya no se oirán las jotas que cantaban nuestro padres”, escribieron en la fachada de una iglesia. “Prohibida la blasfemia”, grabaron sobre una pared mucho tiempo antes de que comenzara la tragedia.

El combate con las armas tiene continuidad en la batalla del relato, de la que es víctima la verdad. El consejero de Stalin Mijaíl Koltsov publica en el Pravda: “La oficialidad, que tiene a sus órdenes soldados magníficos, valientes, sufridos y fieles, aún no está a la altura debida. La falta de organización, la lentitud, la impericia en la dirección del combate, se dejan sentir a cada paso”. En un informe enviado a Moscú, el general polaco Walter Swierczewski imputa las bajas y la pérdida de material a los troskistas.

“Prieto (Indalecio, ministro de Defensa Nacional) cree que la ofensiva hubiera podido dar resultado si todo hubiese funcionado con la celeridad y la exactitud requeridas. No ha sido así. Prieto lo achaca a la falta de mandos. En cuanto se presenta una dificultad imprevista, no hay que sepa resolverlo sobre el terreno”, figura en el diario de Manuel Azaña.


Niños con el puño levantado, campesinos con la cara cuarteada, ancianos con la mirada perdida, hileras de prisioneros, heridos, combates. La revista Estampa, vinculada a Partido Comunista, publica un reportaje en el que se identifica a Dolores Ibárruri, La Pasionaria, observando los combates con unos prismáticos. Llaman la atención las imágenes de cadáveres de hombres y caballos esparcidas entre el amasijo de ruinas.

Reconstrucción, publicada por la Dirección General de Regiones Devastadas y Reparaciones, apela a la épica: “… panorama torvo de las ruinas, con los boquetes que horadó la metralla bien pronto taponados con la carne palpitante, aún más tenaz y firme que la piedra, con las desgarraduras de las casas, muñones aún sin pie por patente milagro de la gloria; con las mellas profundas de los un tiempo airosos campanarios, en cuyo ápice roto se yergue todavía, aupada hacia las nubes y la eternidad, la invencida promesa de la cruz”.


El viajero dejó Teruel bien temprano. Rectas infinitas, terreno árido y sensación de vacío. Atrás quedó Molinos, un pueblo asomado a una inmensa grieta que parece prolongarse por debajo de las casas, con su mercado de frutas y legumbres en la plaza de la iglesia y las animadas conversaciones que mantienen un grupo de vecinas en el bar. No por conocida la tragedia resulta menos impactante abandonar el coche y caminar por Belchite tratando de imaginar las sobrecogedoras escenas registradas.

Aunque en este enclave solitario el cielo parece estar más alto que nunca, instintivamente, se habla en voz baja, como si uno se encontrase en una catedral. En este silencio espeso resuenan las palabras de una víctima del nazismo, el escritor Stefan Zweig: “matar a una persona no es defender una idea, matar a una persona es matar a una persona”, del cantautor Ismael Serrano: “y siguen los mismos muertos podridos de crueldad/ahora mueren en Bosnia los que morían en Vietnam” o del coronel Kurtz en la película Apocalypse Now: “es imposible que las palabras describan lo que necesitan aquellos que no saben lo que el horror significa. Horror. El horror tiene rostro y tienes que hacerte amigo del horror”.

Nómadas
8/01/2023
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