Una gitana fuerte, morena y sonriente, lee la mano de un hombre al que
acompaña un grupo de amigos, otras atizan las brasas con un cartón para asar
espigas de maíz en una carretilla con la que se desplazan por la playa en busca
de clientes. Como los vendedores de moras, plátanos, higos, melocotones, uvas,
cerezas o cacahuetes, que avanzan derrengados por el peso que cargan. Niños
vendedores anuncian sus productos, niños expulsados de su infancia que no
conocieron la sonrisa de los juguetes.
El arenal es también el territorio de los vendedores de gafas, tableros de
ajedrez, de damas o del parchís. Un chaval lo recorre con una brazada de
libros, cargado el resto en una mochila a sus espaldas. Los tatuadores ofrecen
sus servicios.
A las nueve de la mañana la playa de Golem está en ebullición. Tres horas
antes, otros recogieron colillas, envases, juguetes abandonados y distintos
objetos, antes de peinarla con un rastrillo, limpiaron la arena de las hamacas,
las colocaron en sus sitios y retiraron la arena del paseo.
Playa de Golem |
El fondo musical que ofrece el incesante vals de las olas comienza a ser interrumpido por las conversaciones de los mayores y los chillidos de los niños. Los carros de las palomitas de maíz dejan un rastro oloroso en su pausado recorrido, el mismo que realizan los heladeros en sus motos (una de ellas lleva un rosario colgado del manillar). Un hombre tira de un caballo.
Los vendedores de flotadores de todos los tamaños y colores, piscinas,
colchonetas, pelotas, armamento variado para expulsar agua, toallas, sombreros
o manguitos protagonizan la apoteosis. Cientos de utensilios de plástico
parecen circular de forma autónoma sobre la arena (como si de un monstruo
multicolor se tratase) porque la moto que los transporta, dotada con dos ruedas
en su parte delantera y una estructura metálica en la que está sujeta la
mercancía, queda enterrada bajo una montaña de plástico. Con un reducido campo
de visión, sus conductores muestran una notable pericia para esquivar a los
bañistas que caminan de un lado a otro o corretean detrás de una pelota. No
todos están motorizados y algunos tienen que valerse de su fuerza para
moverlos.
Un niño construyó un búnker con la arena de la playa, podría parecer
extraño pero los niños imitan lo que ven y en el infinito arenal de Golem
pueden verse los restos de varios de ellos. Nada sorprendente teniendo en
cuenta que durante la dictadura de Enver Hoxa (1944-1975) fueron construidos
alrededor de 200.000 en Albania para frenar al hipotético enemigo exterior, un
recurso muy utilizado para atemorizar a la población y fomentar los
nacionalismos.
El cromatismo del agua transita del verde al gris oscuro, pasando por una
amplia gama de azules, del marino al turquesa. El largo día en el mar Adriático
ofrece distintas caras.
Nada se parece la de aquellos que están reguardados bajo las sombrillas de paja y acomodados en unas tumbonas a la de quienes se buscan la vida en las calles adyacentes al paseo, infestadas de coches, sin una sombra, sin aceras en varios tramos y bajo una enredadera de cables donde tiendas humildes abren de sol a sol un día sí y el otro también o venden en los descampados y las aceras.
Eran las cinco de la mañana cuando se presentó el sol, procedente de los
Balcanes, y a medida que se aproxima a la costa italiana, dibujando una
parábola en el cielo, el eje de la actividad también lo hace, desplazándose al
paseo. Antes en bañador o en bikini y ahora con pantalones cortos, camisetas y
vestidos, los personajes son los mismos.
Son los huéspedes de los hoteles que ocupan la primera línea de la playa,
clientes del todo incluido para los que fueron construidos establecimientos de
ostentosa imitación a la arquitectura clásica, horterada de corte oriental,
jardines y piscinas, muchas piscinas que posiblemente no figuren en registro
alguno.
Los escasos espacios libres son el territorio de los BMW, Volvo, Audi,
Mercedes, Volkswagen y Porche. Todos de gama alta, todos de gran potencia y
alto consumo en un país por el que circulan carromatos tirados por caballos,
cuyo salario mínimo no alcanza los 300 euros.
Miles de hamacas ocupan un litoral de 295 kilómetros, entre Montenegro y
Grecia, troceado en playas que dividieron en parcelas los propietarios de los
hoteles. Son lugares privatizados y destinados en exclusiva a los clientes, que
sólo pueden ser usados por quienes no pagan como lugares de paso hacia la estrecha
franja que queda libre en la orilla del mar.
Llegada la noche suena el chunda chunda. Cada hotel ofrece su dosis y ninguno regatea con el volumen. Se instalan entonces pistas de coches de choque, puestos en los que el reto es medir la fuerza de un puñetazo o una patada o la precisión, tratando de introducir un balón por una serie de agujeros y toda la oferta lúdica que es habitual en cualquier jornada festiva.
Angelina Jolie, Clint Eastwood, tipos duros que podrían encender un
cigarrillo en la barba y tías desafiantes con grandes armas y mínimas indumentarias
hacen de cebo. Proliferan los puestos de bisutería y ropa de marca falsificada.
Los nombres de algunos establecimientos, como Miami o Marbella, sirven de pista
para hacerse una idea del modelo que siguen. Algunos edificios trepan hasta el
cielo, encadenando ampliaciones en una carrera desbocada.
Durrës |
Abundan las pizzerías. En la otra orilla del mar Adriático, a poco más de setenta kilómetros, en el tacón de la bota italiana está el territorio dominado por la N'drangheta y la Cosa Nostra. Siguiendo la línea de la costa hacia el norte, el viajero llega a Durrës después de dejar atrás una amurallada instalación militar y un kilométrico e inhóspito trayecto de arrabales en el que se suceden los hinchables en las fachadas de los edificios.
Brindisi era el primer destino del 'Vlora', un barco recién llegado al
puerto de Durrës desde Cuba con azúcar al que accedieron 18.000 albaneses
desesperados huyendo de la muerte. La embarcación fue rechazada en esa ciudad y
atracó en Bari, desde donde repatriaron a la práctica totalidad de sus
tripulantes. Aquel vergonzoso y desgarrador episodio sucedió en el mes de
agosto del año 1991. Giulio Andreotti era el primer ministro. Después llegaron
Berlusconi, Salvini y Meloni.
"Vendrán tiempos peores y nos volveremos más ciegos", advirtió
Rafael Sánchez Ferlosio. Estábamos avisados.
Refugiados albaneses tratando de acceder a Bari (Pax augusta) |
Transcurridas seis, ocho o diez horas desde la caminata por la arena tratando de vender fruta, palomitas de maíz o libros, los mismos hombres, las mismas mujeres e idénticos niños anuncian ahora su oferta en el paseo ante la indiferencia de los viandantes. Se suceden los cajeros que ofrecen dinero las 24 horas del día. Desde el suelo, los mendigos piden ayuda. Perros callejeros buscan comida.
Hoy, mañana, pasado mañana...Una hilera de barcos aguardan el turno para
descargar sus productos Made in China en el puerto de Durres, situado en uno de
los extremos de la bahía. En sus inmensas barrigas traen más flotadores, más
pelotas, más colchonetas, más cubos, más palas... Miles de toneladas de ropa y
objetos de plástico de usar y tirar que elaboran manos esclavas, alimentando la
máquina de fabricar miseria.
Más temeroso por las ideas que por los soldados, el dictador Enver Hoxa
quiso aislar Albania horadándola con miles de búnkeres, prohibiendo el acceso a todos los medios de comunicación extranjeros, cerrando las fronteras y convirtiendo en espías a la cuarta parte de la población. Sembrando el terror y la muerte. Las multinacionales
relevaron a los ejércitos en la tarea de invadir países. El capitalismo, en su
versión más salvaje, cogió el relevo de la versión más despiadada del
comunismo.Imagen del dictador
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