"Vi aviones y así empezó la guerra"


«¿Cómo es posible que desaparezcan millones de personas sin que nadie se haya dado cuenta?», se preguntaba Ania Horszowski el día 20 de abril del año 2015. ¿Cómo es posible?», insiste. «Ni una carta, ni un mensaje. Nadie, en su sano juicio, podría pensar que algo así podría haber sucedido. Nada sabíamos del holocausto».

Sentada en un sillón del restaurante Roquiño, de Caldas de Reis, entre Juan Fancisco Froján, que se encarga de conducir la charla organizada por la asociación Plural, y su hijo, Luis, Ania Horszowki habló de su nacimiento, en 1921, en Tarnopol, una ciudad de una nación creada pocos años antes, Polonia, que hoy pertenece a Ucrania. Entonces era Karla Fuch, tenía dos hermanos, Henka y Moisés, y sus padres, Jacobo y Berta, eran los propietarios de un establecimiento de venta de prendas de piel.

De izquierda a derecha, Luis y Ania  Horszowski y Juan Froján, en Caldas de Reis

La educación 
primaria transcurrió sin sobresaltos. «No sabíamos nada del antisemitismo», afirmó, pero no iba a tardar en convertirse en su pesadilla. «Fue en 1935, tenía 14 años», puntualiza. «Los polacos nos odiaban hasta tal punto que, cuando llegó el invierno, se paraban delante de la puerta del almacén y no permitían entrar a los clientes», recordaba. «No nos dejaban existir», añade. Su padre se enfrentó a su profesora, que le dijo «judío, vete al diablo», de lo que esta se vengó suspendiéndole.

Dos años después, sus hermanos emigraron a Palestina, convertida en un protectorado británico, donde se encontraron con una excompañera suya de colegio, que después de una marcada trayectoria antisemita acabó casándose con el médico judío que le salvó la vida. «Ciertas circunstancias voltean la vida de una manera inesperada», comentó entonces Ania.

Tampoco podía esperar ella que un día, cuando regresó del colegio, iba a encontrase con todos los muebles y demás enseres de su casa en un carro. Ni que tendría que abandonarla para que la ocupasen los soldados. Sucedió en 1940. Un año antes habían llegado los rusos, tras el pacto entre Josef Stalin y Adolf Hitler por el que se repartieron Polonia.

«No nos mataban, teníamos derechos y podía ir a la escuela. Yo decía: ellos necesitan vivir en alguna parte. No me importaba. Las cosas no tenían importancia y todavía no se sabía qué se nos venía encima».

Y se aproximaba «una gran catástrofe humana, la que provocó un mayor número de muertes», apuntó Juan Manuel Froján. Con Berta y Jacobo, Ania se desplazó hasta la casa de unos familiares en Lvov. El acuerdo salta por los aires y los alemanes invaden la ciudad en su avance hacia la URSS.

Klara Fuchs en su graduación, año 1937
«Fue un domingo. Salí para ir a bañarme, cuando vi los aviones. Así empezó la guerra». Los nazis dividieron Lvov en dos partes: en una se encontraban quienes podían trabajar, como ella y su padre, y reservaron la otra para los que no podían hacerlo, en la que recluyeron a su madre. Era el gueto, del que solo unos pocos podían salir bajo una estricta vigilancia.

Seguida por un agente de la Gestapo, a Ania le correspondió la tarea de llevar comida. «Doce gramos de azúcar y un pedacito de pan para toda la semana», expuso.

 En 1943 perdió a su madre. «Me contaron los vecinos que la sacaron de la cama y la mataron en el patio de un tiro». Tenía 50 años. «¿Para qué querían gente que no podía caminar?», se preguntaba. Catorce días después, cuando llegó al hospital con un vaso de compota para su padre, el tifus había acabado con su vida. Con 21 años, se quedó sola.

«Completamente», recalcó.

 «Poco a poco, cerraron las calles que conducían al gueto. Nos daban poca comida y no había dinero», narró Ania. Periódicamente, les ordenaban que se pusiesen en fila en el patio, en una los que estaban en condiciones de trabajar y en la otra los que no podían hacerlo. «Éramos miles. Enfrente había trenes vacíos», expuso.

Un día la llamaron para que formase en la fila. Entonces no sabía que el destino de los comboyes eran los campos de concentración y exterminio, y por un motivo que hoy desconoce, un soldado se acercó a ella y le ordenó que se retirase de la fila. «A lo mejor pensaron que como tenía los ojos azules no era judía», indicó ante el auditorio que siguió la narración de su experiencia en Caldas de Reis.

 

Ania en Lodz, año 1946
«Me salvé sin razón alguna», señalaba. La situación empezaba a cambiar en Lvov.

Después de frenar la invasión, los rusos los obligaron a retroceder a los alemanes, al tiempo que avanzaban hacia Polonia. Fue entonces cuando Ania se reunió con las siete mujeres con las que compartía el departamento para preparar la huida, que ella emprendió por su cuenta.

Toda su vida se encontraba en una maleta, en la que permaneció sentada durante los dos días de viaje en tren hasta Dnipropetrovsk. «Hay cosas que suceden y parecen increíbles», advirtió antes de añadir que se encontró con un soldado al que le enseñó la foto de la persona que buscaba. Era su guía, y el uniformado la llevó hasta él. En la ciudad rusa, contempló como la Gestapo detenía a un grupo de chicas y cambió de apellido.

Con sus compañeras de huida caminó al encuentro de los soldados. En el transcurso de la odisea, hizo de cuidadora del hombre que acabaría siendo su esposo y con el que se estableció en Venezuela, en el año 1948, antes de pasar por Francia y convertirse en vecina de Caldas de Reis siguiendo a su hijo, que se casó en Brasil con una mujer cuya familia es originaria de Moraña.

Ania y su esposo, Stefan, en Caracas, año 1949
Con música de violín, y en una mañana lluviosa, se celebró el homenaje póstumo a Ania Horszowski. «Tengo pocas palabras. Le mandaban cartas a la señora Ania de Caldas y el cartero ya sabía dónde vivíamos», afirmó su hijo Luis. «Estoy seguro de que fue muy feliz en Caldas», añadió. En el jardín fue descubierta una placa que recuerda su paso por esta localidad, y crece un olivo en su memoria.  El corazón de Ania dejó de latir el 13 de febrero de 2019, a los 97 años.

 

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12/11/2022
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