Flechazo en Cuxhaven


Se le hizo eterno el tiempo transcurrido desde el momento en el que un joven de pelo largo y melena rubia le entregó unos papeles. Marisa García García los guardó de inmediato en un bolsillo del delantal, sin mirarlos, temiendo que quienes la rodeaban pudiesen descubrir lo sucedido entre ambos y el secreto que guardaba. Era una de las noches más animadas del año. El local estaba lleno. Procuró que su inexperiencia, y aquel extranño suceso, no la descentrasen.

 "Hay que enseñar al pueblo alemán su responsabilidad por la guerra, y durante mucho tiempo deberían tener sólo sopa para desayunar, sopa para comer y sopa para cenar", sentenció el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, en 1944, durante una de las reuniones que mantuvieron los representantes de las potencias aliadas para acordar el reparto del país una vez derrotado el ejército de Adolf Hitler. (‘Después del Reich’, de Giles MacDonogoh).


Dieciséis años después, Alemania avanzaba como una locomotora por el carril de la recuperación económica, la demanda se multiplicaba y necesitaba mano de obra.

No había cumplido los 18 años, no podía trabajar, y se encontraba en una situación irregular. Una amiga, la hija de la encargada del bar del Centro Español de Cuxhaven, le pidió que la ayudase durante las fiestas de Navidad.

Fue allí donde se produjo la entrega, después de que le hubiese cobrado unas consumiciones. Cuando finalizó la jornada se fue a un rincón y los sacó del bolsillo: eran un billete de cinco marcos y una dirección en Berlín.

En busca de mano de obra para trabajar en el sector de la conserva, el Gobierno alemán llegó a un acuerdo con el español para reclutar trabajadores, tarea que realizó con especial intensidad en las localidades de la ría de Arousa. Comenzaba la década de los sesenta, y fue así como una joven de Vilanova, Loli García, firmó un contrato y abrió las puertas al resto de su familia.

Imagen de la ceremonia religiosa
Sus padres, Francisco García y María García, emprendieron el viaje poco después. De Vigo a Irún, primer trasbordo en Hendaya, segundo en París y fin del trayecto en Colonia. Desde esta ciudad, mientras unos se dirigían a Hamburgo, otros ponían rumbo a Cuxhaven.

No se puede decir que comenzase con buen pie la etapa de María, porque en el trajín del cambio de comboy se golpeó un tobillo con la maleta. No le dio importancia al incidente, sentía que el dolor se intensificaba, pero por nada del mundo quería perder la oportunidad. Aguantó hasta el día siguiente, y entonces tenía inflamadas las dos piernas. Para quitarle el botín tuvieron que cortarlo con unas tijeras.

Asustada, nerviosa y sin entender una palabra, dejó claro a los enfermeros que la atendían que no estaba dispuesta a dejar que la ingresasen en un hospital. Tardaron en entenderla, pero su determinación quedó meridianamente clara cuando sacó una botella de gaseosa La Pitusa, que había comprado en Irún, y los amenazó con ella.

Fueron necesarios tres días de viaje. En varias estaciones la esperaban enfermeros que le hicieron las curas. Detrás vinieron tres hijos suyos a ganarse la vida, José, Paco y Luis. Más tarde lo hizo otro, Manolo, un traste de diez años que se aburría en la escuela, al que quería atar en corto.

Muelle de Cuxhaven

La furgoneta que lo llevó desde el barrio de San Pedro (conocido también con el nombre de Corea), en As Sinas (Vilanova), iba cargada hasta los topes. Ocho pasajeros, alimentos, coñac, tabaco... 

 “Cando chegamos?”. Cerca de Ourense, Manolo ya estaba a punto de agotar la paciencia del resto de pasajeros. Tardaron un día en llegar a Benavente y cinco en hacerlo a Cuxhaven. Corría el año 1967.

Un centenar de factorías estaban ubicadas en la fachada marítima de la ciudad alemana, algunas tenían varios kilómetros de longitud, los talleres ocupaban los bajos y en el primer piso estaban situadas las viviendas de los trabajadores. En una pujante ciudad de 60.000 habitantes, 3.000 procedían de poblaciones situadas en la ría de Arousa.

Entraban cada día cinco o seis barcos procedentes de Alaska y Groenlandia cargados de bacalao y, en menor medida, de sardina. Se procesaban diariamente unas cien toneladas y salían entre tres y cuatro trenes por jornada. Los nativos evitaban el trabajo de la conserva, que realizaban arousanos, portugueses, italianos, yugoslavos y, a partir de la década de los setenta, también los obreros turcos.

Éste es el escenario que se encontró Manolo, que aprendió a defenderse en alemán, escrito y hablado, en medio año, y compaginó la escuela con trabajos esporádicos por las tardes en una gasolinera desde los trece años. Sus hermanos mayores vivían en pisos alquilados y él lo hacía con sus padres, en la planta superior de la fábrica.

Antiguo depósito del agua

El espacio era justo para los tres, y en no pocas ocasiones Manolo tuvo que dormir en un armario. En Cuxhaven se hablaba gallego. El cura, que había estudiado en Lugo y era de Ponferrada, Laureano López, llegó a contar con diez monaguillos. Manolo fue uno de ellos.

“Eramos como unha familia, se un estaba no hospital, íamos todos a velo e faciamos xuntos bautizos, comunións, cumpleanos e aniversarios. Compartíamos ledicias e desgrazas”, cuenta Loli Carbajales, su compañera.

Sentían el aprecio de los alemanes, que no tardaron en presentarse con sus fiambreras para llevarse churrasco, callos, paella o sardinas a la brasa el día de la Fiesta de la Primavera, que organizaba la comunidad gallega. “Ensinámoslle a comer”, asegura Manolo.

Y llegó Marisa, con 17 años cumplidos, el día 1 de octubre de 1970. De los siete hermanos García, seis habían emigrado y sólo quedaba Socorro en la casa natal del barrio de pescadores, al lado de la playa de As Sinas. Hubo que apretarse todavía más en una vivienda cedida por la empresa, de minúsculas dimensiones.

Mientras no alcanzó la mayoría de edad, su actividad diaria se limitaba a tener limpia y ordenada la vivienda y preparar las comidas. Los domingos salía con algunas amigas españolas, sin olvidar nunca las recomendaciones de su madre: no entrar en los bares y cuidado, porque la droga empezaba a resultar demasiado accesible por las calles.

Los bisabuelos maternos de  de Marisa

“Fue impresionante, me moría de frío, la temperatura, en invierno, alcanzaba los diez grados negativos”, comenta Marisa. Pero también reconoce sentirse afortunada: "Cuántas personas fueron soliñas y sin conocer mundo ninguno ni saber nada. Yo tenía allí a mi familia desde hacía varios años”, se pregunta en un castellano con marcado acento alemán.

Como le sucedió a Manolo, el choque fue brutal con el idioma, pero, al igual que su hermano, la necesidad le obligó a espabilar. El 26 de diciembre comprendía poco más que media docena de palabras cuando su madre le permitió trabajar de camarera en el bar del Centro Español.

Quiso el destino que un muchacho de Berlín, Hartmut Amann, decidiese celebrar allí su 21 cumpleaños, acompañado por su hermano y la esposa de éste, que era española, y que Marisa atendiese la mesa que ocupaban.

El chispazo fue inmediato. En un papel anotó su dirección y se la entregó con un billete de cinco marcos cuando hizo el pago de las consumiciones. El estado de Marisa pasó de la inquietud a la ilusión en minutos, pero dejó pasar el tiempo antes de pedirle a Manolo que le escribiese. Así empezó el carteo. El hermano de Marisa, con 14 años, realizaba la labor de escribiente. “Me contestó, diciendo que le gustaba mucho y quería ser mi amigo”, recuerda.

El carteo se prolongó durante varios meses, en los que la extensión de los escritos aumentaba a medida que caían las barreras y se establecía un clima de confianza entre ambos.

Manolo, que por entonces cobrada 50 peniques a su hermana por realizar la labor de escribiente y traductor, quiso subir la tarifa a un marco, pero Marisa le dijo no. “¿Sabes qué, yo no soy tonta, me compro un diccionario y aprendo alemán”, le respondió.

Biblioteca de Cuxhaven

"Estudié inglés y latín, no se gramática ni la construcción de las frases, pero lo conseguiré". Dicho y hecho, pagó por el diccionario 2,5 marcos, de los cinco que le entregaba su madre como asignación mensual. Prescindir de sus servicios le permitió ahorrar. La relación entre Marisa y Harmut iba viento en popa, pero la intimidad ganada al apartar a Manolo de en medio la perdió por otro motivo.

A Hartmut le resultaba difícil descifrar el significado de sus frases, de manera que se vio en la necesidad de enviar las cartas desde Berlín de nuevo a Cuxhaven, donde vivía su hermano, casado con una española, y entre ambos lo ayudaban en la traducción.

“Fue como una bomba”, recordaba su madre, del momento en que hizo el anuncio de la relación. María ponía pegas porque sabía que si cuajaba, su hija se quedaría en Alemania, mientras que sus amigas la consideraban la más afortunada de la ciudad.

En noviembre de 1971 se produjo la primera visita de Hartmut. “Era un viernes al atardecer, llamaron a la puerta y, cuando la abrí, miré hacia arriba, arriba y más arriba, y era él, que traía un gran ramo de flores”, recuerda. “Me abrazó, y al soltarme creí que iba a dármelas, pero entró y se las dio a mi madre”. Así empezó a conquistar a María.

Der Funkturm

Y Marisa se fue a vivir a Berlín después de haber trabajado solo fugazmente en una fábrica de conservas. La boda civil se celebró el día 14 de enero de 1972 y la religiosa, a petición de sus padres, tuvo como escenario la iglesia de Cuxhaven, el 11 de marzo del mismo año.

“Le preguntaba por el nombre de las cosas, como una niña pequeña, y con mímica y gestos nos fuimos entendiendo mientas aprendía a hablar”, expone Marisa. Él trabajaba de delineante, vivían en un pequeño apartamento, se levantaba a las seis de la mañana para buscar empleo.

Limpió oficinas, embaló medicinas en un laboratorio que producía una píldora de efectos similares a los de la Viagra, y fue dependienta de una frutería en la que su presencia resultaba tan exótica como las naranjas, sandías o plátanos que vendía, procedentes de España.

Sus padres regresaron a Vilanova, donde su padre falleció poco después, y Manolo era un tipo extrovertido, con un amplio circulo de amistades, perfectamente aclimatado, que se encargaba de un taller mecánico de asistencia en carretera y una gasolinera, además de jugar al fútbol en un equipo local como centrocampista organizador.

Al volante de un coche se desplazó en dos ocasiones hasta Estambul, recorriendo las serpenteantes carreteras de Bulgaria y Yugoslavia. El control era férreo: “Cando algún coche se estropeaba na parte soviética de Alemania, os policías nos controlaban para que fixéramolo traballo sin falar con ninguén da DDR”, apunta. 

Harmut y Marisa, en una foto del año 2016

A Harmut y a Marisa, que había adoptado el apellido Amann al casarse, la vida empezaba a sonreírles. Alquilaron una vivienda amplia, se desplazaban al trabajo en sus coches, y llegaron los hijos. Primero fue Patrik (1972) y depués Alexandra (1978).

Los neonazis dejaban verse por las calles y Berlín empezaba a resultarles asfixiante. “Me obsesionaba aquello y tenía miedo. Nos planteamos regresar a España, pero mi marido no habla español; lo hablamos con nuestros hijos y decidimos irnos a vivir al Cuxhaven”. Sucedió en 1986, en el siguiente nació su segunda hija, Natascha.

Poco después del traslado, el día 9 de noviembre de 1989, caía el muro de Berlín, de 45 kilómetros de longitud que dividía en dos la ciudad. La Fiscalía de esta ciudad cifra en 270 los muertos al intentar cruzarlo, cifra que rebaja a 125 el Centro de Estudios Históricos de Potsdam.

“No puedes imaginarte la emoción con la que vivimos aquel acontecimiento, viéndolo por televisión. Nos hubiera gustado estar allí cuando ocurrió. Viajamos a Berlín en cuanto pudimos y lo cruzamos caminando, cogidos de la mano de nuestros hijos”, recuerda Marisa.

Como tantos otros miles de alemanes, Hartmut se recicló. Sus conocimientos de informática y comercio le permitieron conseguir una plaza en el Concello de Cuxhaven, donde trabajó hasta su jubilación, a finales del año 2008, además de participar en las campañas organizadas por Los Verdes junto a su esposa.

“En lugar de ir de vacaciones a Cuxhaven, las tendré en España”, puede leerse en el titular de un ejemplar del periódico Cuxhavener Nachtrichtn. “Manolo García regresa a su pueblo natal en Vilanova de Arousa”, figura en el subtítulo. Era la despedida, que se produjo en el año 2008.

Marisa, en una fotografía actual

Hartmut falleció en el año 2016. De la saga de los García solo sigue en Cuxhaven la última en llegar, Marisa, y de los 3.000 arousanos que durante un tiempo recorrieron sus calles permanecen poco más de 400. Las factorías cerraron y fueron reconvertidas en restaurantes y tiendas. Ya no disponen de un cura en exclusiva, y el que oficia la misa tiene que desplazarse desde Hanover.

Quedan los representantes de la cuarta generación. Tres de ellos son los nietos de Hartmut y Marisa Amann e hijos de Alexandra y de Tu Thin Ta: Alexandra, Elías y Elena. Por sus venas corre sangre alemana, gallega y vietnamita.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

la sombra de los días
1/25/2022
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