“Yo le llamaba princesa”


María del Carmen Rodríguez Rivas
Una amiga francesa, a la había conocido cuando estaba trabajando con los niños de los marqueses de Leuville, me llamó -en ese momento estaba con los de Rothschild- y me dijo “tengo una proposición y hablé de ti”. Y a quién, le pregunté, porque yo, francamente, no estaba descontenta con lo que tenía. Los dos niños de los marqueses incluso venían a mi casa a pasar el verano, era un familiar más y me daba pena marcharme. “Es para un personaje, te quieren ver”, añadió.

Me citaron en un hotel donde había varios chicos españoles que estudiaban sus carreras universitarias y trabajaban de noche para conocer París. Soraya (Soraya Esfandiary Bakhiari). Allá me fui, pensando en cambiar si las condiciones me convienen. Llevaba los certificados de las familias para las que había trabajado. Son todos estupendos y los tengo en casa.

Soraya estaba acompañada por una amiga, con la que ocupaba entonces un apartamento del Plaza Atenas cuando venía a París a los desfiles. En el garaje tenía dos coches, uno de ellos era un Rolls Royce. Era mucho de Dior. Me dijo que tenía buenas recomendaciones mías y quedó asombrada cuando vio mis certificados. Si me convenía el trabajo, me advirtió de que tenía que poner una cremallera en la boca, que vea y que calle, y que no tuviese en cuenta las habladurías. Me preguntó sobre mis ideas políticas y le respondí que en mi familia nadie se había metido en esa actividad y que pueden ser, más o menos, como la suyas: ver, oír y callar.

Atenas Palas
Tenía que darle un plazo a la familia para la que trabajaba, entre doce y quince días, y lo hice a través de la agencia que me contrataba, que mira mucho tanto la presencia como la educación. Supe que pidieron informes míos y de mi familia a la embajada de Francia en España. Mis certificados lo dice todo. Hasta tengo los boletines de paga.

Cuando ya me marchaba del Atenas Palas, uno de los chicos españoles, que era de Madrid, me dijo que cuando hablaba francés tenía acento polaco. “Soy española, como usted”, le contesté. Me preguntó si había llegado a un acuerdo con Soraya, pero no iba a darle explicaciones. Me preguntó qué pensaba de la princesa. Le dije que no pensé nada Yo iba con la ilusión de ver una gran belleza, y no es que fuera fea, pero no lo que la gente comentaba. La verdad sea dicha.

Ella vino a París con María Luisa, la persona con la que había marchado a Teherán (desde Londres) para casarse con el Sha de Persia (el emperador Mohammad Reza Pahlevi, en 1951). María Luisa era la que le llevaba todos sus asuntos y tenía mucha confianza en ella.

Boda de Soraya y el Sha

Yo tenía las llaves de las dos puertas, la del servicio y la general, que usaba porque ella me dijo que lo hiciese. Con María Luisa –que falleció de cáncer y fue Soraya quien me dio la noticia- comía y ella me explicaba que la hermana gemela del Sha le hizo la vida imposible en el palacio. Yo fui a la boda de una de sus amigas, en la que estuvo una de las hermanas del Sha. Me invitó Soraya.

Princesa, yo la trataba de princesa. Soraya siempre me trató muy bien. Yo era, un poco, su consuelo porque tomaba comprimidos de noche. Yo le decía, “princesa, porqué toma tanto, creo que con uno le llega”.

Cuando llegó a Irán para casarse, cayó enferma y tardó bastante tiempo en hacerlo, pero el Sha no quería esperar, cosa que las hermanas, sobre todo la gemela, trataban de quitarle de la cabeza porque no era iraní. Se casó tan débil que tuvieron que cortarle la cola del traje de novia, me explicó María Luisa. 

A partir del momento en que estuvo en el palacio, la hermana, la gemela sobre todo, que si no tenía hijos, que si era… bueno, esas palabras que a mí no me gusta pronunciar. Le metía cosas en la cabeza al Sha y Soraya empezó a decaer mucho y se marchó para Italia, donde tenía un chalet precioso y la criticaron muchísimo.

Lo de Indovina la mató Fue cuando se echó el novio que murió en un accidente de avión. Fue otro golpe muy fuerte. Ella había hecho una película (Franco Indovina era director de cine, con el que rodó una película titulada Tres rostros de mujer). Un médico que la trataba la traicionó. Me dijo María Lusa que le inventaban relaciones con sus chóferes y por eso los cambiaba. El servicio le contaba cosas a la prensa para hacer dinero. En Francia fue muy distinto con la prensa.

Cuando se marchó, fui yo la que corrí con todo lo del piso. Ella no trajo a París mucha cosa de Italia más que dos o tres cosas. Últimamente estaba rellenita, era del tipo de su madre, a la que conocí y con la que hablaba por teléfono casi todos los días. Me preguntaba cómo estaba y le daba buenas noticias. Aunque las hubiera malas, de aquí no salían. Soraya, la pobre, sería por todo lo que le pasó en Italia, era un poquito desconfiada. Su madre estaba furiosa porque era ella quien sostenía a Shams (princesa, hermana del Sha): Soraya era simple cuando se arreglaba, pero Shams se pintarrajeaba mucho.

Vivía en el quinto piso de un edificio. Abajo estaba la Phillips, cruzabas la calle y estaba Christian Dior. Enfrente vivía y murió Marlene Dietrich. Tenía un jardín de invierno, una terraza, dos cuartos de baños preciosos. El que usaba Soraya era el más grande, con un armario de bronce, y comunicaba con su habitación. El dormitorio daba a la terraza. La calefacción era para asfixiarse. Había una salita, no muy grande, con unos sillones, una pequeña biblioteca y la televisión, y otra habitación, la que utilizaba Shams, además de un cuartito, al que llamábamos el cuarto japonés, y que también daba a la terraza, al igual que el comedor, cuya mesa, grande y de cristal verde, compró ella. Todas las ventanas estaban protegidas con rejas.

Avenida Montaigne

El comedor comunicaba con el oficce, donde estaban los armarios de la ropa de las camas, el teléfono y las cosas de los aperitivos. La cocina tenía una puerta que comunicaba con el ascensor de servicio. En medio del salón había un mueble enorme que creaba dos ambientes, donde estaba el aparato de música y los discos. Era su lugar habitual y no iba para nada al cuarto japonés.

María Luisa me llamó por teléfono y me dijo que me encargase de comprar tenedores, cucharillas, paños, cuchillos y todos los utensilios de cocina. Puedo decir el nombre de dónde los compré y hasta no sé si tendré las facturas. Me pidió que no fuesen muy lujosas.

Me preguntó si sabía cocinar. Ella no quería que nadie le hiciese la comida excepto yo y compraba en las mejores pescaderías. La verdad, yo noté que era un poquito desconfiada, y yo lo veía normal porque, por lo que me dijeron, en Italia hubo de todo con los del servicio.

Le daba muy buena presencia a las cosas porque siempre me gustó. “Princesa, está servida, cuando quiera venga”. Cuando se levantaba me decía, “está muy bueno, madame Vázquez” (Vázquez es el primer apellido de su marido). Le gustaba mucho el lenguado. Estaba loca por adelgazar. Le adornaba el pescado con lechuga y ella me lo comía. Ella y Shams tomaban sus aperitivos en el salón.

Yo tenía pocas palabras, pero cariñosas, porque me di cuenta de que le faltaba cariño. Siempre estaba en estado depresivo. Iba a media mañana a su habitación, donde solo podía entrar yo. El chófer era un portugués, llamado Manuel, que estaba muy celoso. 

Un día, que vino un italiano un íntimo amigo suyo. “¿No le importaría hacerle algo español?”, me preguntó. No soy una gran cocinera y le dije que podíamos hace una paella. Aceptó, aunque dijo que no la comería para no engordar. A su madre eso no le gustaba nada, pero yo tenía puesta la cremallera. De casualidad, salió bien. Le eché langostino, habas, trocitos de lomo, pollo y zanahoria. Un conjunto a mi manera.

Soraya

Si Soraya iba a salir de noche, María Luisa iba al banco a buscar una alhaja, porque no las tenía en casa. María Luisa me pedía que llevase cheques a Christian Dior o a la farmacia, que estaban cerca.

En una mesita al lado de la cama tenía los comprimidos. “En este frasquito tiene para tantos días”, pero tomaba más y le echaba la culpa a Boby, su perro de que las tiraba. Estaba loca por él y tuvo perros en Irán, aunque no se podía.

La Embajada de Alemania la invitó a una fiesta enorme, pero no fue y  le mandaron una corona de rosas muy menuditas que me regaló porque mi nieto hacía la confirmación. Según me explicó María Luisa, regaló mucha ropa a sus amigas de Irán.

Bosque de Bolonia

En casa tenía un abrigo de pieles precioso que le había regalado Kruschev (Nikita, primer secretario del Partido Comunista entre los años 1953 y 1964 y presidente del Consejo de Ministros en el período comprendido entre 1956 y 1962) en un viaje que hizo con el Sha. Yo avisaba para que en verano lo llevasen a una cámara de conservación climatizada. No había lujo, vi mucho más en otras casas en las que trabajé.

Cuando iba a salir venía a casa un peluquero y maquillador, y bebían mientras una botella de champagne. Salía una o dos veces por semana y estaba después tumbada todo el día. Pasaba el día delante de la televisión, leía un poco, sus lecturas eran más que nada periódicos ingleses, y comía pipas con Shams, con una botella de vino blanco joven francés. Me regaló los libros me dijo que había empezado a escribir uno sobre niños, pero no pudo terminarlo. No sonaba mucho la música, y la ponía muy bajita en el salón cuando estaban con las pipas, siempre clásica. A las seis y poco me marchaba. No comía comida iraní.

Le preguntaba “¿Le dejo algo para la noche?”. “No, igual vamos abajo”. Cerca se encontraba un restaurante fino con una terraza pequeña, pero de poca gente, donde tomaban algo, pero no mucho porque prefería privarse. La amiga hacía alguna vez unos huevos fritos. Soraya no sabía. Cuando llegaba por la mañana, encontraba huevo por todos los sitios. Cuando salía con una amistad iba a un restaurante de lujo. Yo le llevaba el desayuno a la cama: un Petit Suisse natural y sin grasa y un café con leche. No tomaba otra cosa. Por allí no podía pasar nadie más que yo.

Fui a la boda de una hija de Shams, que escapó de Irán porque también estaba amenazada de muerte. Se celebró cerca de los Campos Elíseos y allí conocí a la hermana más joven del Sha. La pusieron al lado de dos sacerdotes con unas barbas enormes. Sobre un terciopelo, en el suelo había judías, rábanos, almendras blancas, azúcar moreno y unas ramas verdes.

Me preguntaba si aquello era una boda.

Nosotros estábamos de pie. “Coja todas las monedas que pueda”, me dijo la amiga de Soraya. No le pedí más explicaciones. Ella me echaba para adelante para que las recogiese. “Ahora esté atenta, porque las van a echar hacia atrás”. Pocas pude coger, ella cogió más. Las tenían como un recuerdo, como un símbolo de fortuna y abundancia.

Un día caminaba desde mi casa, que se encontraba cerca de la de Valéry Giscard d’Estaing, en el Bosque de Bolonia, y me dio un mareo. Uno de los policías que estaban delante de la puerta de su vivienda se acercó y me dijo que iba a llamar una ambulancia. Le dije que no era necesario y que había sucedido porque hice un esfuerzo y tengo un problema de cervicales. En otra ocasión, bajaba del coche, salió la cocinera, me habló en español y yo le respondí. Entonces el presidente se dirigió a mí: “Mire, esta es María Josefa, es española, pero no gallega como usted”, me dijo. Fue encantador.

Valéry Giscard d'Estaing

Siempre hice el recorrido entre mi casa y la de Soraya a paso apurado, treinta minutos por la Avenida Víctor Hugo, llegada a la Plaza de l’Étoile y la Avenida Montaigne estaba cerca. Me gustaba mucho andar. De joven anduve mucho en bicicleta. París es precioso.

“Princesa, por su bien tiene que divertirse”, le aconsejaba y ella me decía que lo pasaba muy bien. No era de mucho salir, pero cuando lo hacía no tenía prisa para volver. Normal. Yo le pasaba las llamadas a su habitación, nadie más que yo y María Luisa cogíamos el teléfono.

En una ocasión la visitó un hermano que se hospedó en el Hotel Ritz. Salieron juntos. Creo que vino por algo relacionado con los documentos y fueron a los juzgados. Atravesé el salón en el que estaban, me saludó y me dio la mano.

La pobre María Luisa era una amargada. Cuando estábamos comiendo le llamaba madame María Luisa y, como Soraya, aprovechaba hasta las migas. Le dije, “yo, de jovencita, también pasé una Guerra Civil y, gracias a dios, en mi casa había una empresa de transportes y había de comer, más o menos, pero no hacía esas cosas”.

Uno de los choferes estuviera antes en el Atenas Plaza. El nombre se lo dio un botones, y como lo necesitaba, lo llamó, pero cuando iba al oficce yo lo veía beber: siempre me olía. Se lo dije a María Luisa, no fueran a pensar que era yo, que no bebí más que agua en toda mi vida. Le dieron la cuenta. Era francés, de muy buen aspecto.

Después vino el portugués, que era un maleta y un maleducado, celoso por el trato que tenía conmigo. Decía que a los demás no les daba ni los buenos días. Un día por la mañana llegó, yo estaba en el cuarto japonés, “voy a bajar a Boby”, dijo como siempre. Entonces veo que tenía la camisa y la cara manchadas de carmín. “Manuel, que sea más discreta su señora”, le advertí. Marchó al oficce a lavarse y cuando vino de traer el perro ya no tenía las manchas. “Si se entera la princesa, se va a la calle”. Me montó un escándalo, pero yo no iba a ponerme a discutir con un hombre sin educación. No estuvo mucho tiempo porque, al parecer, su mujer quería regresar a Portugal.

Plaza de l'Étoile

Soraya recibió amenazas, había mucha inseguridad y tenía miedo. Además de Grecia, anduvo por otros países escapando. Cuando llamaban por teléfono yo siempre respondía que la princesa está de viaje. A veces preguntaba de parte de quién, a veces me daban algún nombre iraní y le decía a su madre que no retenía el nombre y los apellidos. “Hace usted bien”, me contestó.

Al regresar hizo una vida muy solitaria, se veía que la pobre tenía miedo. Me regaló una caja enorme de bombones que le regalaron porque ella no los comía para no engordar. Estaba baja moral, baja moral siempre.

Cuando murió mi madre y me lo comunicaron por teléfono, fui junto a ella. Salía del cuarto de baño: “Me acaban de llamar, murió mi madre”. “Márchese, márchese ahora mismo”. Viajé en primera clase. En Madrid había una huelga de pilotos y estuve siete horas esperando y suplicando que, por favor, me metieran en un avión. Me fueron a buscar a Santiago en un taxi, y al llegar a Pontecesures me dio un cólico.

La despedida de Soraya no fue bonita ni fea. Me costó decírselo y me contestó que hiciese lo que considerase oportuno. Ganaba mucho más. Ella se marchó a Suiza y estuvo bastante tiempo. Yo llamaba a su casa para ver cómo estaba porque no marché peleada. Como no me contestaba, llamé a Julia, la conserje. Ella y el marido me dijeron que habían visto bajar maletas, pero ella no había salido. 

Estando con los Rothschild de nuevo, llamé por teléfono a Shams, con la que me crucé en los Campos Elíseos. Iba tan pintada que no la conocía. Ella me reconoció y le dije que la princesa no me contestaba. “Llegó hace tres días y está encerrada en casa”, me explicó. Le dijo que me había encontrado y le pidió que fuese por allí. “Le pago lo que sea”. Tanta pena me dio que dejé planté todo y estuve cinco meses, algo que no debería haber hecho.

Librería Pampín, Vilagarcía

(Este relato inacabado es la transcripción de las conversaciones mantenidas con María del Carmen Rodríguez Rivas en su domicilio de Vilagarcía en el mes de diciembre del año 2016, contextualizado con las precisiones que figuran entre paréntesis. El objetivo de ambos era recopilar información para elaborar un libro de memorias. En dos ocasiones estuve en su piso escuchándola. Cuando llamé por tercera vez no recibí respuesta. Tiempo después, supe que había fallecido camino de los noventa años.

El proyecto comenzó en la Librería Pampín. María del Carmen Rodríguez Rivas expuso a su propietaria, Majo Mesejo, su deseo de ser escuchada por alguien dispuesto a relatar sus vivencias, y ella me planteó la propuesta. La primera conversación tuvo lugar en su establecimiento, donde me mostró un libro escrito por Soraya que su autora dedicó a quien fue su persona de confianza. En el mes de diciembre del año 2019 cerró sus puertas la Librería Pampín después de 52 años de historia. A ambas les estoy agradecido por haberme dado esta oportunidad.)



 

 

 

la sombra de los días
12/03/2020
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