A Juan Manuel se le descompusieron los esquemas. No entiende por qué no puede acudir al Centro Ocupacional O Saiar. Tampoco acaba de asumir el motivo que le impide dar un paseo desde su domicilio hasta el Centro Social del lugar y compartir con sus vecinos mientras bebe un refresco. Que las puertas de la iglesia parroquial de San Estevo permanezcan cerradas es otra causa de su desconcierto, porque es el sacristán.
Quien tiene un indicio claro del motivo de tanto desorden es un niño de cinco años. Se llama Fernando Ledesma Fernández, es su sobrino y viven bajo el mismo techo en Saiar (Caldas de Reis). «La culpa es de un bichito que anda por ahí», responde a través del teléfono.
Un problema de coronarias hizo necesario que le colocasen un marcapasos a Juan Manuel Fernández Lorenzo, de 45 años y con síndrome de Dawn, que acudía diariamente al Centro Ocupacional desde 2001. «Los primeros días los pasó fatal, porque es una persona supersociable que cuando viene del cole no se queda en casa», explica su hermana Fátima.
Cuando no era su madre (Teresa) era su padre (Manuel) quienes se desplazaban hasta la parada del autobús para acompañarlo. «Daban un paseo y después se iba para la casa de mis padrinos, que viven al lado». Jugaban una partida a las cartas, que se prolongaba hasta poco antes de las ocho de la tarde. A continuación, regresaba a su hogar.
Como es habitual, llegados
los fines de semana cambiaban los ritmos y las actividades. «Iba al Centro
Social a tomar una Coca-Cola o un Kas de naranja».
Además, Juan Fernández es el sacristán de la parroquia. La persona que se ocupa de ayudar al párroco con el alba, la estola y la casulla. El que hace sonar la campana anunciando las celebraciones, el que sale de la sacristía detrás del cura cuando comienzan los actos y le lleva hasta el altar la bandeja con las vinajeras del vino y el agua. El que enciende y apaga la las luces del templo, las velas y los cirios.
«Los viernes había misa y él ya sabe que tiene que ir con don Manolo (el párroco), y los domingos, igual. Y luego, cuando había algún entierro, ya el cura se encargaba de avisarlo. ‘Cuando venga del cole, lo voy a recoger’. Tenía una vida muy activa». Fátima Fernández desborda cariño, mientras traza las líneas maestras del día a día de su hermano.
«Y ahora, de repente, se le corta todo». Durante los primeros días que siguieron a una crisis sanitaria que derivó en una pandemia de ámbito planetario, provocada por el coronavirus, su estado de ánimo cambió notablemente. «No es que estuviese agresivo, ni mucho menos, pero sí nervioso. No entendía por qué no iba al colegio y por qué no había misa».
En algunos momentos, Fátima explica que recurren al cura. «Vamos a llamar a don Manuel y ya verás como él te va a explicar que no hay misa, y hasta que él no diga que la hay no podemos ir». Es una fórmula que usan para que se tranquilice, «porque no termina de encajarlo», argumenta.
Tampoco que no pueda desplazarse hasta la casa de los padrinos de su hermana a jugar a las cartas. «Es que no lo entiende», subraya. «Y menos mal que tenemos una huertita alrededor de la casa», comenta. Para que sus horas transcurran de la mejor manera posible, procuran que se acueste tarde para evitar que se levante temprano, «porque Juan es de mucho madrugar, acostumbrado como está a la rutina del cole».
Su jornada diaria empieza con el desayuno, a eso de las diez. Una vez vestido, lo afeitan, y está acompañado por sus padres. Sacan a pasear a los perros, en un recorrido que no supera el kilómetro de longitud, y también juega con Fernando o con su hermana.
Poco antes de las dos es la hora de la comida, y después de recoger platos, vasos y cubiertos, o de barrer el suelo de la cocina, duerme una siesta. «Hoy estuvo entretenido toda la tarde y aún sigue abajo». Había espigas de maíz para desgranar, «Y es algo que le encanta», dice Fátima, que hace un alto en la conversación para señalarle a su hijo la tarea que debe realizar en una ficha de dibujo. Su voz suena de fondo. «Fernando, para allá», le dice.
“La televisión le resulta indiferente y no le presta la más mínima atención. Tampoco se entretiene pintando, aunque intento que lo haga al lago de mi hijo», comenta.
«Estamos un poco nerviosos con este tema que es muy preocupante», reconoce Fátima, que lo vive desde su posición de madre de un niño de cinco años, hermana de Juan e hija de un hombre que mantiene un combate contra el cáncer, además de trabajar en el servicio de limpieza del Hospital do Salnés, de Vilagarcía de Arousa, en cuya tercera planta están internados varios pacientes afectados por el coronavirus,
«No podemos comer todos juntos. Me paso el tiempo que estoy en casa pasando la fregona con lejía y limpiando bien el mobiliario», comenta. Fátima Fernández Lorenzo añade que, con el paso de los días, su hermano se adapta paulatinamente a la nueva situación. «Sin duda que está mucho más tranquilo», señala. «Pero hay días…», advierte.
(Este reportaje fue publicado el día 26 de marzo. Entonces Juan Manuel trabajaba en el taller de encuadernación del Centro Ocupacional O Saiar. La actividad se reanudó en el mes de septiembre y ahora está adscrito al de carpintería. Antes, como ahora, "está encantado", afirma su hermana Fátima, una mujer que simboliza a todas las personas que dedican su tiempo a atender a quienes más lo necesitan, cubriendo el vacío que dejan las administraciones públicas)
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