“En la
primera noche, una enorme montaña se elevó del seno de la tierra y del ápice se
escapaban llamas que continuaron ardiendo durante diecisiete días”. Corría el
día uno de septiembre del año 1730 cuando Andrés Lorenzo Curbelo asistía,
estupefacto, a un fenómeno demoledor y también grandioso. Y el cura de Yaiza
echó mano del papel y la pluma. “Un nuevo abismo se formó y un torrente de lava
se precipitó sobre Timanfaya, sobre Rodeo y sobre una parte de Mancha Blanca”.
Primero con la velocidad del agua y después deslizándose lentamente, como la
miel.
Una
explosión hizo volar por los aires una roca “con un ruido parecido al trueno” y
la presión forzó el cambio de dirección del torrente de lava, extendiendo su
fuerza destructiva a los lugares de Mareta y Santa Catalina. Era día 7. Cuatro
después, “de Santa Catalina se precipitó sobre Mazo, incendió y cubrió toda
esta aldea y siguió su camino hasta el mar, corriendo seis días seguidos con un
ruido espantoso y formando verdaderas cataratas”. La tregua le permitió
comprobar que miles de peces habían muerto.
“La erupción pareció haber cesado completamente", dejó escrito. Pero se equivocaba.
La montaña Timanfaya |
En la montaña se formaron tres nuevos orificios, tres chimeneas de las que sale un humo espeso que se extiende por toda la isla de Lanzarote, “acompañado de gran cantidad de escorias, arenas y cenizas (…) y la oscuridad producida por la masa de cenizas y humo que recubría la isla forzaron, una vez más, a los habitantes de Yaiza a tomar la huida”. La actividad volcánica se prolongó durante diez días y el ganado “cayó muerto, asfixiado en toda la comarca por una formación de vapores pestilentes”, narra Andrés Lorenzo Curbelo.
Nuevas
corrientes de lava incandescente surcaron el paisaje los día 10 y 27 de noviembre,
al igual que el 16 de diciembre, y otro tanto sucedió el 7 de enero del año
1731. “Las nubes de humo eran atravesadas por brillantes relámpagos de una luz
azul y roja seguidos de violentos truenos, como en tempestades, y este
espectáculo era tan espantoso como nuevo para los habitantes”, describe en sus
apuntes.
Las
erupciones continuaron el 10 del mismo mes, los días 3 de febrero, 7 de marzo y
5 de abril; el 13, “dos montañas se hundieron con un ruido espantoso”, y mayo
se abrió con nuevas convulsiones. El 6, “estos fenómenos habían cesado, y
durante el resto del mes la inmensa erupción parecía estar enteramente
terminada”.
Y los
acontecimientos desmintieron de nuevo sus predicciones.
Cerca de
Timanfaya se repitieron las sacudidas y provocando la “consternación de los
habitantes de la isla” el día 4 de junio, y el 18 “se desprendió un vapor
blanco que no se había observado hasta entonces”. En los últimos días de este
mes, la arena de las playas quedó oculta por los peces muertos. Este fenómeno se
prolongó durante octubre, y en diciembre se registró una réplica especialmente
intensa. “La lava salió de un cono que se había levantado y se dirigió a
jaretas, incendió la villa y destruyó la capilla de San Juan Bautista, cerca de
Yaiza”, precisa Andrés Lorenzo Curbelo.
“Los
habitantes comenzaron entonces a desesperar de no ver nunca cesar esos
horribles desastres, abandonaron la isla con su cura para refugiarse en Gran
Canaria”, figura en las anotaciones del párroco de Yaiza. Tenerife y Fuerteventura también se
convirtieron en destinos de los despavoridos lanzaroteños que desafiaron la
prohibición de abandonar la isla de Felipe V, bajo la amenaza de la pena de
muerte.
Las
erupciones volcánicas se repitieron
hasta el día 16 de abril del año 1736.
Monumento a Andrés Lorenzo Curbelo |
Un mar de
lava había cubierto los campos de cereales, las zonas de pastoreo y las áreas
destinadas a la recolección de orchilla, un liquen que recolectaban en los
escarpados y en paredes verticales -descolgándose por cuerdas- usado para la
obtención del colorante de color púrpura que los mercaderes genoveses y
venecianos hacían llegar a las fábricas donde se confeccionaban las vestimentas
que lucían en los salones los representantes de la nobleza. Diezmó plantas
medicinales como el espino de mar, la estrella de oro, la tabaiba dulce o el
tarajal.
Cuando la
Tierra pareció sosegarse, los más intrépidos regresaron y pudieron comprobar
que no era posible cultivar de nuevo los terrenos donde la lava se había
fragmentado. Surgieron nuevos núcleos de población, y cuando habían
transcurrido noventa y cuatro años y seis meses desde el fatídico día 1 de
septiembre de 1730, las entrañas de tierra se estremecieron de nuevo.
El 31 de julio
de 1824 concluyó la tregua y la actividad volcánica, que se prolongó hasta el
25 de octubre del mismo año, dando lugar a la formación de varios volcanes,
como el Tao, el de la Montaña Chinero o el Tinguatón. Desde entonces son
veinticinco los que están dispersados por el norte de Lanzarote.
Pero los hongos
y los líquenes habían comenzado a colonizar las rocas, creando las condiciones
propicias para hacer posible la presencia de otros organismos más evolucionados
y complejos, tanto flora como fauna. La vida se abría paso de nuevo.
La lava se
había solidificado al enfriarse por el brusco descenso de temperatura al entrar
en contacto con el aire, pero solo en su capa exterior, por debajo siguió
fluyendo en dirección al mar hasta que la entrada del aire provocó que bajase,
y es así como se formó una extensa red de galerías, cuevas y tubos que surcan la
isla.
Uno de ellos
es la Cueva de los Verdes, en el municipio de Haría, y su origen es una
erupción del volcán La Corona registrada mucho tiempo atrás (habría que
retroceder entre tres mil y cuatro mil quinientos años). Tiene una longitud de
siete kilómetros y su recorrido se prolonga bajo el mar en un tramo denominado
el Túnel de la Atlántida.
La Geria |
Caminamos entre ríos de lava solidificados por unas galerías superpuestas bajo un techo abovedado de color rojizo generado por la oxidación del hierro presente en las rocas, manchas blanquecinas producto de las filtraciones del agua de la superficie y tonalidades ocres, verde esmeralda y doradas.
Son nombres
evocadores los que identifican cada estancia de la cavidad subterránea: Sala de
los Estetas, El Soplo de Dios, La Cabeza del Guanches, La Sima de las Doncellas
o La Garganta de la Muerte. Al final se encuentra el Auditorio, de cuyas
paredes parece brotar el fuego.
Estas
grutas, convertidas en una atracción, sirvieron de refugio para los habitantes
de Lanzarote en los silos XVI y XVII ante los ataques de los piratas berberiscos,
los cazadores de esclavos procedentes del norte de África y las expediciones de
aventureros en busca de riquezas imaginarias y paraísos perdidos.
Además de
contar con una descomunal capacidad destructiva, los fenómenos naturaleza moldean
el paisaje, creando enclaves tan sorprendentes como El Charco Verde, cuya
tonalidad es producto de la acción de un alga y del azufre del agua y contrasta
con el negro del entorno. Está conectado con el mar a través de grietas
subterráneas y en uno de sus márgenes se eleva un cráter volcánico.
El Charco Verde |
Y si la
capacidad de los meteoros para crear escenarios impactantes es infinita, no
menos es la que poseen los seres humanos para alcanzar logros
inauditos, categoría en la que podría tener cabida la paciente labor desplegada
en La Geria para transformar un paisaje volcánico en una plantación de vides.
Uno a uno excavan agujeros de forma
cónica que se convierten en nidos en los que crecen los troncos,
protegidos del viento por muros semicirculares. En el suelo, fértil, agarran
las raíces, mientras que la capa superior los pequeños fragmentos de lava evitan
la pérdida de humedad, haciendo posible la elaboración de un vino de la variedad
Malvasía en un proceso realizado manualmente desde el primer al último paso.
Yaiza es la
referencia. Migraciones bereberes pudieron haber sido el origen de esta
población, cuyas primeras referencias escritas están fechadas en el siglo XIV a
través de noticias de viajes y viajeros. Génova tuvo bajo su influencia esta
población, que también suscitó el interés de los normandos procedentes del
puerto de La Rochelle. La erupción del volcán arrasó sus pequeños asentamientos
y hoy es un pueblo de casas blancas con la carpintería de madera verde, cuya
luminosidad contrasta con el entorno negro.
Es Yaiza un
pueblo luminoso que invita a deambular y perder el rumbo en su silencio de cal
y sol y parece haber surgido de la noche a la mañana. Su población se
cuadriplicó en las tres últimas décadas aprovechando el auge del turismo, un instante
en términos geológicos. Y sigue bajo el influjo de la milenaria e imponente de
Timanfaya, la montaña de fuego en cuyo subsuelo la actividad volcánica genera puntos en los que la temperatura supera los cien grados centígrados
en algunos lugares y alcanza seiscientos a trece metros de profundidad.
Yaiza |
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