Con rostros serios, los derviches giróvagos realizan una reverencia antes de empezar la danza. El inicio del baile es lento. Elevan los brazos para estabilizarse, con la mano derecha abierta hacia el cielo y la izquierda hacia la tierra, simbolizando de este modo la unión entre lo eterno y lo finito. Dan vueltas alrededor del escenario mientras lo hacen sobre sí mismos con los ojos cerrados. Entre ellos camina lentamente el líder (el Shey).
La música es el hilo que traza el
itinerario de los movimientos, la percusión marca un ritmo repetitivo acompañado
por flautas, atabales, tamboriles kamanchés (violines) y laúdes de mástil
largo. La voz suena monótona e hinóptica. Las transiciones son suaves, los
rezos aluden a los profetas, los mártires y las almas. No buscan adornos ni
florituras, solo ayudarlos a dejarse llevar mientras acompasan su respiración
viajando hacia el trance. Nada queda al azar, cada movimiento y cada giro
tienen un significado.
La energía fluye del cielo a la tierra
traspasando el eje giratorio de los nueve danzantes que representan a cada uno
de los astros del Sistema Solar. Los derviches se balancean, y un intenso
remolino despliega sus faldas amplias cubriendo el espacio. Todo se remueve:
emociones, pensamientos, recuerdos... Buscan la perfección, la verdad, la
ascendencia espiritual para vencer el ego. En una transición casi
imperceptible, el ritmo desciende lentamente hasta la quietud. Finalmente,
queda el amor, la energía expansiva de dios.
Transcurrió en una hora el viaje de
la quietud al éxtasis. Con la misma solemnidad utilizada para quitarse las
largas túnicas al inicio de la ceremonia; de color negro, que simbolizan el
mundo y cubrían sus vestidos de color blanco, metáfora de la luz, los danzantes
se las ponen de nuevo, saludan y abandonan el lugar seguidos por los músicos.
Ven y visita mi casa por algún tiempo
que la luz del amor pueda brillar
desde Konya a Sacaramanda
y Borjará por algún tiempo…
Ven, ven, quienquiera que seas:
seas infiel, idólatra o pagano, ven
este no es un lugar de desesperación
incluso si has roto tus votos cientos de veces,
aún ven!
¿Qué puedo hacer, oh creyentes?,
pues no me reconozco a mí mismo
no soy cristiano, ni judío, ni mago, ni musulmán
no soy del Este ni del Oeste, ni de la tierra, ni
del mar
no soy de la mina de la naturaleza, ni de los
cielos giratorios
no soy de la tierra ni del agua, ni del aire, ni
del fuego
no soy del empíreo, ni del polvo, ni de la
existencia ni de la entidad
no soy de India, ni de China, ni de Bulgaria, ni
de Grecia
no soy del reino de Irak, ni del país de Jurasán
no soy de este mundo, ni del próximo, ni del
Paraíso, ni del Infierno
no soy de Adán, ni de Eva, ni del Edén ni del
Rizwán
Mi lugar es singular, mi señal es sinseñal
no tengo cuerpo ni alma, pues pertenezco al alma
del Amado
he desechado la dualidad, he visto que los dos
mundos son uno;
Uno busco, uno conozco, una veo, uno llamo
estoy embriagado con la copa del amor
los dos mundos han desaparecido de mi vida.
(Yalãl ad-Din
Muhammad Rümiï)
Derviche significa “el que busca
puertas”. Los derviches son sufíes islámicos, una corriente espiritual surgida
en Persia. Sema es el nombre de la danza, con la que persiguen la elevación del
alma hacia unos estados elevados de conciencia. Son mendicantes ascéticos,
caracterizados por un temperamento imperturbable ante los bienes materiales. La
razón de que pidan dinero no es para su propio bien, sino para ayudar a otros
que lo necesitan y avanzar en el camino de la humildad, sin dejar de ser por
ello miembros activos de la sociedad, lo que no implica la necesidad de seguir
los dogmas del consumo. “Estar en el mundo sin ser del mundo” es una de sus
máximas.
Doris Lessing, una escritora
británica nacida en Irán, escribió: “La persona sufista puede ser un
científico, un político, poeta, una ama de casa, un acomodador del cine y nunca
reconocido por tal, ya que el sufismo no tiene nada que ver con la apariencia
externa”.
Cae la tarde sobre Estambul, el
movimiento de las sillas rompe el silencio al que dio paso la danza de los
giradores místicos en una alta estancia donde décadas atrás se cruzaban viajeros
procedentes de París, Múnich, Viena, Budapest, Bucarest o Varna, después de
haber realizado un recorrido de ochenta horas y más de tres mil kilómetros de
longitud en el lujoso Orient Express. El restaurante está vacío. Estamos en el
vestíbulo de la estación terminal Sirkeci, en Eminönü. En su fachada predomina
el color rosáceo. El sol entra a través de las vidrieras y los arcos y tiñe de
tonos dorados la estancia.
Embarcaciones de todos los tamaños
surcan sin cesar el cercano Bósforo, cuyo puente se eleva para dejar paso a las
de mayores dimensiones, que se internan en el Mar Negro, donde comienza, o en
el Mármara, situado en el extremo opuesto, para continuar su singladura por el
Egeo o el Mediterráneo. Al otro lado del estrecho despunta la Torre Gálata,
construida por los navegantes genoveses. Frente al muelle está el bazar al que
llegaban las especies procedentes de Egipto, con su centenar de tiendas, su
festival de olores y colores y su elevada cúpula recubierta de plomo. Tras las
anchas paredes de Sirkeci, levantadas en la recta final del siglo XIX, la
ciudad nos aguarda con todo su bullicio.
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