Columna de Gavazán |
Una columna de piedra despunta en uno de los patios del Monasterio de Tatev. Mide ocho metros, tiene forma de octaedro, está coronada con una cruz de piedra (khachkar) pesa ocho toneladas y carece de más ornamentos. Estaba asentada sobre un complejo mecanismo de pesos y contrapesos y oscilaba cuando se producía vibraciones en su entorno, llegando a alcanzar ángulos de treinta grados.
Seis años fueron necesarios para construirla, entre los siglos
IX y X, y desde entonces sirvió a los monjes para advertir la inminencia de un
terremoto, tan habituales en Armenia, o de un movimiento de tropas, porque era
capaz de detectar el galope de los caballos en una época en la que resultaban
habituales las invasiones. Se llama Columna Gavazan.
El monasterio fue construido en el siglo IX como sede del
obispo de Syunik, pero su origen se remonta a cinco siglos antes, porque en
este lugar se encontraba una iglesia de dimensiones reducidas, dotada de una
gran carga emocional e histórica porque es una de las primeras referencias del
cristianismo en Armenia.
En sus mejores tiempos, el monasterio llegó a contar con un
millar de monjes. Iglesias (dedicadas a san Pedro y san Pablo, con su
campanario y su elegante cúpula; a san Gregorio El Iluminador, la referencia
espiritual del país, y a santa María) celdas, mausoleos (el filósofo Grigor
Tatevasi cuenta con uno de ellos), refectorios y otros edificios componen un
amplio complejo amurallado.
Su mayor tesoro posiblemente sea su biblioteca (matenadaram), cuyos volúmenes escondían los monjes en las cámaras habilitadas con esta finalidad bajo tierra. Tatev fue una universidad medieval, un potentísimo foco que irradió el conocimiento por todos los rincones del país.
Halidzor, un pequeño pueblo de la provincia de Syunik en el
que viven en torno a medio centenar de vecinos, es la población donde está
situado el complejo monástico. Escuchando a Lusine Ghazaryan transitamos por la
historia, a su lado caminan Sara Salgado y Loli Quinteiro. Martin Karapetyan llega
más tarde, conduciendo el vehículo en el que recorremos el territorio armenio.
Monasterio de Tatev |
Por este lugar transita una anciana de nacionalidad francesa
de piel clara, menuda y esbelta. Coge mi mano para subir unos peldaños que
conducen hasta una hilera donde venden recuerdos y productos de alimentación
típicos y agradece la ayuda con una sonrisa. Como casi todos los visitantes,
alcanzó este lugar sobrevolando el monte en un teleférico.
Dos empresas, de Suiza y Austria, lo construyeron. Se conoce
con el nombre de Wings of Tatev (Alas del Tatev), su recorrido tiene una
longitud 5,7 kilómetros y permite contemplar el valle del río Vorotan y la sinuosa
carretera que lo serpentea desde una altura superior a trescientos metros
durante los quince minutos que dura el viaje a los veinticinco apretujados pasajeros
que ocupamos la cabina acristalada.
Los gatos merodean por los tejados y las gallinas buscan
gusanos en el patio de una humilde vivienda en cuya terraza de madera nos
aguarda la comida. Sobre un mantel de tonalidades rojizas se distribuyen los
alimentos: pan (lavash) queso, pepino, tomate, berenjena, carne de cerdo y
pollo y tabulé. Para finalizar, vaklava y otros postres en los que los
pistachos, las nueces, las avellanas y la miel son los ingredientes habituales.
Café y té.
Sucede habitualmente que la cercanía impide a quien observa
tener plena constancia de la magnitud de aquello que se encuentra ante sus
ojos. Es lo que sucede en Tatev. En un vehículo todo terreno nos internamos por
una carretera de tierra en la que se suceden los socavones. Conduce la dueña de
la casa en la que acabamos de comer y nos lleva hasta un alto desde el que contemplamos
la fachada trasera del monasterio, que parece brotar del borde de un
precipicio, desafiando la ley de la gravedad.
Vista panorámica del Monasterio de Tatev |
La experiencia que supuso haber transitado entre la
tecnología punta (Winds of Tatev) y la medieval (la Columna de Gavazan), había tenido
aquella jornada como anticipo Khndzoresk, un pueblo excavado en toba volcánica,
un tipo de roca ligera, de consistencia porosa, formada por la acumulación de
cenizas expulsadas a través de los respiraderos durante las erupciones.
No resulta sencillo asimilar la idea de que en 1958 varios
miles de seres humanos viviesen en unos túneles excavados en unas paredes
verticales, de alrededor de ciento sesenta metros de altura, a los que tenían
que acceder mediante escaleras y cuerdas.
En un paraje encajonado, la escasa luz natural entraba a
través de un orificio. La cocina era el centro de gravedad de la vivienda. Pueden
verse vasijas para guardar el aceite, toneles para el vino, un molino manual de
piedra que convertía en harina el grano, utensilios usados en la elaboración
del queso, guadañas, útiles para la trilla y la agricultura, una mesa, algún
camastro y un par de zapatillas permanecen en estos orificios. Es el último
escenario que dejaron sus habitantes para la posteridad.
Con sus tres escuelas y sus dos iglesias, en Khndzoresk
llegaron a vivir varios miles de personas. El poblado fue fundado entre los
siglos XIV y XV. Cuenta una leyenda que dos hermanos llegaron a este lugar
persiguiendo un ciervo y decidieron que su difícil acceso -habían tenido que
descender y trepar por las empinadas gargantas de Khor Dzor- lo convertía en un
refugio en un tiempo en el que eran frecuentes las confrontaciones bélicas, y
llevaron sus familias. Fueron el germen de un núcleo que estuvo habitado
durante varios siglos.
Interior de una de las cuevas de Khndzoresk |
Llegamos al antiguo Khndzoresk desde el nuevo Khndzoresk,
después de haber atravesado un puente colgante de 160 metros de largo que une
los dos márgenes del desfiladero desde el año 2010, balanceándonos a 63 metros
de altura. El desfiladero por el que caminamos nos conduce hasta El manantial de nueve niños, que un
hombre dedicó a su esposa después de que ésta hubiese traído al mundo varios
hijos en un parto múltiple y en el camino nos detenemos ante la sobria
estructura de una iglesia sin puertas ni ventanas.
Austero y silencioso como el templo al que en otro tiempo se
acercaban los vecinos para pedirle favores a dios o agradecerle su intercesión
en la resolución de sus asuntos, nos recibe un hombre vestido con una camisa y
un pantalón de color negro, una camiseta azul y barba de varios días. Extiende
su mano derecha y nos invita a pasar. Las piedras del suelo están levantadas.
Una cruz descansa sobre una pared de la que se desprende la cal, sobre la que alguien escribió fechas y
palabras, y de la que cuelga el cuadro de una virgen.
La luz de la mañana soleada se filtra a través de las
ventanas. El abandono deja impresas sus huellas en la única nave de que consta.
En una mesa cubierta con un tapete bordado pueden verse recipientes usados en
otro tiempo en las ceremonias. Una pequeña estancia que pudo haber sido la
sacristía es el refugio de decenas de murciélagos, que encuentran en este lugar
silencio y oscuridad.
Algunos fragmentos de las columnas están esparcidos
por el suelo y otras fueron amontonadas y parecen aguardar a que alguien
detenga en ellas su vista y evite que el paso del tiempo y el efecto de los
meteoros elimine este vestigio.
Sobre una mesa de patas torneadas y dos estancias observo
un libro de visitas en el que dejo constancia de la desolación que provoca el
abandono en un activista de la asociación cultural Capitán Gosende, de la Terra
de Montes, que no por ser testigo de la misma en el lugar donde nació se
resigna ante la mansedumbre de aquellos que aceptaron el exterminio.
Iglesia de Khndzoresk |
En una hornacina situada en una pared del templo,
nuestro silencioso guía nos muestra una khachkar, y sobre el dintel hay una inscripción. Abandonamos
el templo siguiendo sus pasos. Con Lusine Ghazaryan, Sara Salgado, Loli
Quinteiro y Martin Karapetyan camino sobre un suelo reseco siguiendo un
itinerario en pendiente que nos lleva hasta su improvisada casa. Con
planchas de madera, cartón y plástico
construyó las paredes y el plástico sustituye al cristal en las ventanas. Sujeta
bajo un árbol, la caja vacía de un televisor sirve de marco de un letrero en el
que hace un llamamiento para que cuiden el entorno.
El agua, que entra por la cabecera de una parcela
caracterizada por su pendiente, se distribuye por el huerto a través de un
sistema de canalizaciones. Crecen las hortalizas y los árboles frutales en un
sorprendente oasis donde encontramos refugio frente a un sol que calienta con
intensidad.
Una lavabo de plástico, una hamaca… Todo ofrece una imagen de
fragilidad y uno se pregunta cómo se las arreglará en invierno, cuando el
termómetro marque diez grados bajo cero, o cuando la lluvia caiga con
fuerza. Y de nuevo se repite la lección:
aquellos que poco tienen no dudan en repartirlo entre los demás. Aquel hombre
discreto y humilde, con aire de místico y anacoreta, nos llena los bolsillos de
fruta.
Viajamos por el sudeste del país. El calor aprieta, la
carretera es irregular, un tramo bien asfaltado deja paso a otro en el que
abundan los socavones, circunstancia que obliga a Martin Karapetyan a maniobrar
una y otra vez. Al atardecer, los rebaños de vacas retornan a sus cuadras
trazando una hilera por uno de los márgenes y, cuando deben cruzar la calzada,
los coches hacen un alto para cederles el paso.
Los Lada apartan se apartan a un lado para no entorpecer la circulación de los modelos de fabricación alemana y japonesa. El robusto vehículo que fue en otro tiempo emblema de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas sufre para subir las pendientes y en las cunetas pueden verse las carrocerías de numerosos que fueron abandonados y se oxidan lentamente. Son su cementerio.
Llegamos a Goris al atardecer. A 253 kilómetros de Ereván, la
capital de Armenia. Se extiende sobre un valle a los pies de una gran montaña
verde. Su arquitectura es similar a la de otras ciudades. Las casas se
caracterizan por una combinación entre dos colores, gris y blanco. Casi todas
son de construcción antigua y cuentan con balcones. No hay aceras, un canal de
una cuarta de ancho y una profundidad similar discurre en paralelo a la carretera
y un sistema de canalizaciones aéreas sirve para recoger el agua de la lluvia y
transportarla hasta estos cauces. Tampoco cuenta con una red de alumbrado
público.
Perros en una calle de Goris |
A la altura de un puente nos encontramos con una camada de
cachorros de perros que aceptan agradecidos nuestras caricias y nos siguen
cuando llega el momento de la despedida. Camiones que un día fueron patrimonio
del ejército se caen a pedazos, abundan los coches abandonados y en una calle
en pendiente se encuentra un cuartel rodeado de penumbra.
Delante de las fachadas se instalaron los puestos de venta de
vodka de morera, vino, adobos, frutas o dulces, pero ahora ya declina el sol y
las sombras se imponen dibujando un perfil impreciso de una ciudad en la que no
atisbamos comercios, bares ni otros establecimientos públicos. Parece vacía.
Nos internamos por una explanada de tierra que antes fue un jardín y nos lleva
hasta un bloque de edificios representativos de la arquitectura soviética.
Sentimos la impresión de haber accedido a un territorio
privado. Familias enteras charlan delante de sus fachadas y observan con
curiosidad y sorpresa nuestro paso. Desde este lugar, un hombre nos sigue a
través de la penumbra y desiste de hacerlo cuando alcanzamos la calle
principal, donde algunas bombillas arrojan una luz tímida.
Las ramas de los árboles frutales se convierten en la bóveda
del patio interior del hotel donde nos recibieron con una amplia sonrisa y al
que regresamos para cenar. Solo nuestra conversación rompe el silencio.
Comienza a refrescar. Armenia es un país situado sobre un altiplano, a 1.800
metros sobre el nivel del mar, donde los inviernos son duros y fríos, es
habitual que la temperatura se desplome hasta menos veinte grados centígrados y
que la nieve impida transitar por buena parte de la red de carreteras, mientras
que los veranos son tan cortos como abrasadores.
Imágen de Goris |
La ciudad está atravesada por la carretera M12. Su referencia
en el norte es Ereván. En dirección sur, bordea la frontera con Nagorno Karavag
antes de internarse hacia Kajaran. Linchk, Vahavar y Meghri se encuentran a
continuación. Agarak es la última población armenia, y el río Arax traza la cercana
frontera con Irán. Una bifurcación conduce a Nagorno Karavaj a través de las
montañas. La construcción de este pasadizo encajonado entre las montañas,
denominado el corredor de Lachin, fue financiada por la comunidad armenia que
vive en Argentina.
Como sucedió durante el período comprendido entre los años
1988 y 1994, coincidiendo con el desmoronamiento de la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas, Goris está convertida de nuevo en un campamento militar
desde el que salen tropas y suministros, y a esta ciudad llegan miles de armenios
huyendo de un nuevo enfrentamiento con Azerbaiyán por el control de Nagorno Karavaj,
desatado en el mes de septiembre. Treinta
mil muertos después, ambos países firmaron un alto al fuego, que no la paz,
pero desde entonces siguen siendo dos países en guerra. Y estalló de nuevo.
Desde entonces, la tensión fue una constante y
ambos países vivieron temerosos de que una guerra abierta pueda arrastrar a
toda la región, poniendo en peligro el oleoducto Bakú-Tiflis-Ceyhan y
el gasoducto del Sur del Cáucaso, que abastecen a Europa desde Azerbaiyán
y discurren por el norte de Nagorno Karabaj. En Occidente ponen el acento en la
economía y los muertos y heridos están en un segundo plano.
Ambos contendientes utilizan armas rusas. Armenia
las obtiene a buen precio gracias a su vínculo con Moscú, pero Azerbaiyán
dispone de una capacidad económica infinitamente superior gracias al petróleo,
y también se las suministran Turquía e Israel. Turquía (entonces el
Imperio Otomano) es el responsable del genocidio en el que murieron entre
millón y medio y dos millones de armenios, cometido entre los años 1915 y 1923,
que solo reconocen una veintena de los 193 países integrados en la Organización
de las Naciones Unidas (ONU). España no figura entre ellos.
Las fortificaciones armenio-karabajíes dominan
las alturas. La presencia de combatientes sirios abona la controversia. Los
bombardeos son cotidianos en la capital, Stepanakert. Armenia cerró la
carretera que conduce al enclave por el norte, ya que discurre muy cerca de la
frontera de Azerbaiyán, y ahora el riesgo se centra en el corredor
de Lachin.
Edificio de Nagorno Karavaj (Agencias) |
La práctica totalidad de la población (en torno a 150.000
habitantes) es de nacionalidad armenia. Azerbaiyán argumenta que la ONU
reconoce Nagorno Karavaj como territorio de su soberanía. Armenia, cuya
superficie multiplicó por diez la actual (29.743 kilómetros cuadrados) fue un
día la Gran Armenia, que se extendía desde las inmediaciones del mar Negro y el
mar Caspio hasta el Mediterráneo.
Ahora, cuando están en de nuevo en juego los 4.800 montañosos
kilómetros cuadrados del Alto de Karabaj y el conflicto se cobra más muertos y
heridos, vuelve a escucharse la advertencia de quien fue el líder del Ejército
Secreto por la Liberación de Armenia y murió víctima de un balazo azerí en 1993,
Monte Melkonian: “Si perdemos Nagorno Karavaj, pasaremos la última página de la
historia de nuestro pueblo”, vaticinó.
Desde Erevan, Lusine Ghazaryan envía un mensaje: “Con cada
pérdida nos morimos con todo el pueblo y renacemos para luchar con más fuerza.
Somos el único pueblo en el mundo que si vivimos en paz, emigramos, pero si
estamos en peligro, todos vuelven para defender el país. La conducta de los
armenios de todo el mundo merece admiración y orgullo”.
El sorprendente entramado de piedras construido entre los
siglos IX y X en el Monasterio de Tatev se mantiene fijado con grapas, pero el
mecanismo que provocaba su inclinación, anunciando la proximidad de un
movimiento sísmico o la llegada de las tropas invasoras, desapareció hace
tiempo. Hoy, la Columna de Gavazan no es más que una curiosidad. Mil cien años
después, los conflictos fronterizos continúan.
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