“ME MUERO LIMPIO ¿SABES?, ME MUERO LIMPIO, COÑO”


“Cuando llegue el momento, llegará, pero sin derrota”, advirtió José Antonio Iglesias Prieto, el protagonista de El humo del diablo, trece días antes de que un cáncer acabase con su vida

Catorce años separan las dos fotografías: la primera es de José Luiz Oubiña y la segunda corresponde al documental "Infierno o Paraíso"

Catorce años separan las dos fotografías, de José Luiz Oubiña y del documental 'Infierno o Paraíso', al que también corresponden el resto de las imágenes.

 Sobre el capó de un coche estacionado en el aparcamiento de Lavacolla (Compostela) tomé las últimas notas. La planta de embarques estaba casi vacía, apuramos un puñado de frases mientras se apagaban las luces de la cafetería y pusiste rumbo a Colombia. La tarde de aquel 16 de octubre de 2014 había sido tibia. Antes de partir, en una cafetería de Vilagarcía de Arousa me habías hablado de las palenqueras que venden frutas por las calles de Cartagena de Indias con sus arrolladoras sonrisas y sus multicolores vestidos, los butifarreros de Barranquilla y del puerto de Santa Marta. Los ruidosos clientes interrumpieron sus conversaciones y el camarero silenció el televisor para escuchar la narración de José Antonio Iglesias Prieto.

Subimos al vehículo. Después de haber recorrido tantos kilómetros juntos, el tono de la conversación en aquel viaje ya no era el festivo de siempre: los dos tratamos de esquivar la evidencia de la despedida. A la vuelta me invadió la sensación de que todo lo vivido juntos había sido irreal. Sonó entonces en la radio Odisea espacial, de David Bowie:

“Aquí comandante Tom a control en tierra,

estoy atravesando la puerta,

y estoy flotando

de una manera peculiar

y las estrellas se ven diferentes hoy”

Vinieron entonces a mi memoria las noches de agosto en la playa de Corrubedo, siguiendo el vertiginoso deambular de las perseidas por el cielo del mes de agosto, con Loli Quinteiro y Sara Salgado a mi lado. Tu paso fue igual de breve, pero el destello permanece.

Habían transcurrido seis meses desde el día que nos embarcamos en la tarea de escribir un libro, El humo del diablo. Todo comenzó una mañana fresca y soleada en una casa limpia y ordenada de la Calle Divinas Palabras de Vilanova de Arousa. Prácticamente sin tiempo para presentarnos, levantaste la camiseta para mostrarme la cicatriz de un balazo que te mandó al piso en Bogotá. Luego hiciste café, el primero de los muchos que compartimos, y nos preguntamos qué control de metales es el que aplican en los aeropuertos, porque aquel plomo te acompañó siempre. Y nos reímos.

Non reímos ese día y todos los demás, porque a tu lado la vida era una fiesta, y así lo entendieron aquellos con los que te relacionaste por aquí y que (excepto un mínimo grupo) nada supieron de tu drama y de tu odisea, del derrumbe y de la recuperación, del deambular por El Cartucho (Bogotá) y de los estruendosos aplausos de cientos de personas que culminaron tus intervenciones en varias universidades colombianas en las que narraste tu viaje al borde del abismo esclavizado por el bazuco, un destructivo combinado de residuos de cocaína, gasolina, cloroformo, ácido sulfúrico y éter.

Un peligroso viaje (fatal para miles de ñeros) en el que siempre lograste mantener un hilo que te mantuvo conectado con tu familia y acabó convirtiéndose en una cuerda por la que lograste escalar hacia la realidad, con sus alegrías y sus mezquindades.

El bazuko es la cocaína de los pobres que pusieron en el mercado los narcotraficantes buscando una clientela de bajo poder adquisitivo cuando los saltimbanquis que siguen las directrices del mercado capitalista les colocaron algún que otro obstáculo en el primer mundo, más que nada para justificarse ante la opinión pública.

Sin el pasaporte del tripi viajamos a Corea de tus primeros años; recordamos a tu madre caminando kilómetros y más kilómetros para cambiar los remates del pescado de la lonja de Portonovo por patatas o carne de cerdo y otros alimentos, antes de irse a trabajar al jornal en las fincas, y su determinación para abrirse camino en Venezuela.

Visitamos Equus y Shiva en una Pontevedra que empezaba sacudirse la caspa del franquismo y descendimos por la psicodélica escalera de caracol de La Cabaña. En la Discoteca Charlot, de Portonovo, se proyectaban las primeras películas pornográficas, que llegaban con el hachís en los equipajes de los marineros, y en El Quijote se citaban promotores y constructores acompañados por hermosas jóvenes que caminaban sobre sus vertiginosos tacones. Abandonaste el fusil y el uniforme que te había entregado la misma patria donde te alimentabas de bocadillos de aire cuando había pan. Seguiste el consejo de El Principito: “Caminando en línea recta no puede uno llegar muy lejos”.

En un país próspero y optimista como Venezuela, donde el precio de la gasolina era simbólico y por el que circulaban vehículos tragones de ocho cilindros, no tardó en despertarse el genio de la mecánica que llevabas dentro, al igual que tu capacidad para seducir a cualquier cliente como vendedor.

“No relato de Toni o Coreano chama a atención, endiañado paradoxo, a súa habelencia para arranxar motores, ao mesmo tempo que, coa mesma habilidade, se afanaba en escarallar a súa maquinaria. Fe en Dios e ferro a fondo. ‘Non queremos un mundo onde a garantía de non morrer de fame se compense coa garantía de morrer de aburrimento’. Leña ao mono”, escribió Calros Solla en el prólogo

Dinero, coches, amigos, chicas, discotecas, conciertos, alcohol, cocaína, juventud. La playa de Chirere, en Barlovento, era vuestro destino preferido. The Doors, Led Zeppelin, Jethro Tull, Genesis, Pink Floyd, Rubén Blades, Lebon Brothers. Viajes a Detroit cuando era la capital mundial del motor. Eras un ingeniero de la General Motors y  el mundo estaba a tus pies.

Pero con los excesos llegaron las deserciones y los problemas, que te acompañaron cuando cruzaste la frontera con Colombia tratando de huir de ti mismo. Jornadas ardientes en El Cerrejón, sobre el que el sol se extendía como una mancha de aceite ardiente, con sus trochas por las que deambulaban narcos y traficantes de diamantes, “perros secos” en Aracataca de tu querido García Márquez, balcones coloridos de Cartagena de Indias, Bucaramanga, desnudos arrabales de Medellín, frágiles palafitos de Buenaventura; Tumaco, en las estribaciones andinas de Ecuador…

En plena caída, Bogotá y el bazuco. Reciclar basura y recorrer kilómetros con la carga a cuestas para consumir. Dormir en huecos de edificios, en cajeros automáticos, en alcantarillas. Palos, deudas. “Aquellos malparíos gonorreas me persiguieron hasta un callejón, donde una bala me mandó al piso. La adrenalina y el miedo amortiguaron el dolor, que tardé unos instantes en percibir, y cuando llegó, sentí una sensación de calor, como si un hierro candente me atravesara”, me contaste un día. “Tuve mucha suerte, porque hubiera sido más fácil matar un burro a pellizcos a que saliese con vida”, admitiste a continuación

La sensación de euforia quedó atrás. “Los pájaros no habían comido las migas de pan que había dejado para marcar mi itinerario. Había impreso huellas que no logró borrar el tiempo. Una luz titilaba débil en la lejanía. A diferencia de otros habitantes de la calle, recordaba mi nombre y mis apellidos, seguía manteniendo un vínculo con mi familia, era un náufrago aferrado a un tablón”.

Fue entonces cuando un antropólogo recién licenciado, Germán Piffano, se cruzó en tu camino y descubrió de inmediato las dimensiones del hallazgo. Así nació el documental ‘Infierno o paraíso’, del que eres protagonista, y fue premiado en los Festival de la Academia de las Artes Cinematográficas de Colombia y en el Festival de Cine de Colombia en Nueva York, en 2015; en el Festival de Cine Latino y Caribeño de Isla Margarita (2014), y también recibió el Premio del Patrimonio Audiovisual Cinemateca Distrital de Bogotá el mismo año.

Y también tu retorno. “Iglesias Prieto, Toni, evoluíu da Misericordia á Perseverancia, sen metadona, sen acupuntura, sen parches de nicotina; resucitou ao terceiro día; emerxeu do coma porque estrañaba o hoxe e o mañá, o afecto, a familia, chorar pola súa nai morta, “hacerte el amor en los rincones, el ver las huellas de tus pies mojados en el pasillo de casa”, señala Calros Solla. “Parezco Robocop”, escribiste debajo de una foto después de que una caída te llevase al hospital, Y cuando habías logrado una nueva victoria, la fatalidad se cruzó en tu camino a los 62 años.







“Parece mentira pero sí. No me dolía nada y de repente me salió todo esto, tío. Me salió un cáncer en el páncreas que tenía ramificaciones. Es la locura. Estoy tratando de asimilarlo y ahí voy. Estoy bien, dentro de lo que cabe, la verdad, pero, coño no me esperaba esto, tío. Por lo menos, salgo del hospital. Es que, coño, no me quiero morir aquí, eso te lo seguro. Por un lado, tengo una tristeza muy grande porque quedaron muchas cosas por hacer. Estoy tratando de organizar un poco mis ideas, ¿sabes? Que me dijeran mañana que fue una pesadilla y que no había pasado nada… pero. Lo que pasa es que tienes que asimilarlo, quieras o no. El problema ahora es vivir lo mejor que pueda el tiempo que tenga. Lo demás, bien. El ánimo lo tengo, hermano. Mi capacidad de lucha jamás la he perdido y seguiré luchando hasta que llegue el momento. Ahora se me empiezan a hinchar los pies. Ya el cuerpo empieza como a flaquear un poco ¿sabes? Pero, bueno, la sonrisa no se me borra. Lo que estoy es un poco cansado. Hoy he tenido un día duro. Ya mañana será mejor, yo me siento con ánimos. El ánimo lo tengo. No quiero que mi hijo José Manuel me vea quebrado. Que sepa que su padre no dejó de luchar. Que no se sienta derrotado porque yo no estoy derrotado, tío. Cuando llegue el momento, llegará, pero sin derrota. Me muero limpio ¿sabes?, me muero limpio, coño, de la otra maldición. Tuve una recaída, hace cuatro o cinco años, y fue suficiente para mí, pero esa victoria no me la quita nadie. Por ese lado me siento tranquilo. Se le quiere, hermano, se le quiere. Venga hermano, no te preocupes. Eternamente agradecido con ustedes. Me voy con tu recuerdo en mi corazón. Perdona que me haya quebrado un poco. Pero ten por seguro que derrotado no estoy, hermano”.

El día 14 de julio escuché por última vez a José Antonio Iglesias Prieto, pero su voz sigue sonando. Desde Camas (Sevilla), la escala final del eterno caminante, el día 25 subiste a las redes sociales una canción de Triana, Señor Troncoso.

Eh! Amigo, cómo estás esta mañana,
recuerdas algo de lo que te ocurrió ayer

Ya sé que no te importa
te llueve por la noche
y caminas todo el día
vas en busca de tu ser

En tus labios brilla una sonrisa
que penetra en lo más hondo de mi ser

Ya sé que no te importa
tú tienes que seguir
tú debes conseguir
que nada te ate aquí

 

“Hoy lunes, 27 de julio, cumplo con el penoso deber de comunicar el fallecimiento de mi amado hermano José Antonio Iglesias”, escribió Loli, una vecina de Sanxenxo que siempre estuvo a su lado y cumplió su deseo: despedirte con la visera amarilla, azul y roja en tu cabeza y el escudo del Sevilla Fútbol Club en tu corazón.

Desde Venezuela, tu hermana Miruca, y Antonella, tu hija, extendieron sus brazos a través del Océano Atlántico. “Estaba orgulloso de sus cicatrices”, subraya Loli Iglesias Prieto.


                      








 

 

 

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crónicas salvajes
8/07/2020
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