El tiempo es un juez implacable. El paso de los años permite valorar en toda su extensión la labor realizada. La sombra de los días se proyecta sobre las actuaciones del ayer y el transcurrir de las estaciones, con su carga diaria de acontecimientos, hechos cotidianos y experiencias, se convierte en un filtro. Cuando llega la hora de mirar hacia atrás y hacer un recopilatorio, sólo quedan grabados en la memoria y mantienen plena vigencia aquellos actos realizados en clave de universalidad y de eternidad.
Son los actos que reflejan el esfuerzo diario que supone
enfrentarse a los compromisos de cada jornada manteniendo la dignidad
individual y el empeño por fomentar la implicación colectiva en un futuro más
justo, los que permanecen. Es entonces cuando puede comprobarse la vigencia de
los mensajes, y un repaso sosegado a través de las crónicas firmadas desde
Cerdedo por Manuel Monteagudo Ruzo (Castro-Cerdedo, 24 de diciembre de 1916) en
el Diario de Pontevedra en los veinte años transcurridos entre 1968 y 1988
permiten concluir que, lejos de diluirse su mensaje cuando amarillea el papel
en el que fueron impresas, conservan una rabiosa actualidad y se perfilan como
una guía a seguir, a pesar de haber sido escritas en unas circunstancias nada
propicias, cuando no en una situación de abierta incomprensión social y
hostilidad política.
“¿Por qué los vecinos de esta villa no creamos una
cooperativa y ponemos manos a la obra para que nuestros terrenos baldíos sean
repoblados? (…)”, planteaba el 9 de junio de 1968. “En ocasiones nos
autodenominamos pobres. En realidad, no aprovechamos nuestros recursos y
pensamos que nos lo van dar todo hecho”, remachaba. “Cabe destacar que, con una
pequeña inversión, sería un centro turístico”, sentenciaba un año después, pero
en 1978 denunciaba, una vez más, la degradación medioambiental, el abandono y
la suciedad de algunos de los parajes más atractivos, como el camino de A
Torrente y la calzada que conduce a la capilla de san Antón, con el puente
romano sobre el río Lérez.
“No hace muchos días, unos forasteros me preguntaron cuál
era el camino para acercarse a la capilla; se me ocurrió guiarlos por otro
sitio con el fin de ocultarles las inmundicias y el triste espectáculo”,
reconocía. Aquello que calificaba como “el triste espectáculo” continuaba a la
vista de todos dos años después. “Hay sitios por donde cuesta trabajo pasar,
tanto por las ortigas y zarzas que cortan el paso como por el barrizal de aguas
pestilentes y nauseabundas que repugnan”.
Advertía que, “aunque corre prisa, no es para obrar con
hormigón sino que debe ajustarse a la forma tradicional de la construcción
romana”.
Hoy, la situación dista mucho de ser la adecuada. “Los
vertederos, que actualmente circundan el pueblo, se van extendiendo hacia el
centro. Es repugnante e inquietante”, denunciaba en mayo de 1982. Durante el
mismo mes, Manuel Monteagudo expresaba su desolación ante la progresiva
sustitución de árboles nobles, como el roble o el castaño, por el eucalipto.
“La repoblación forestal actual está asentada en un barril de pólvora. Si los
incendios forestales continúan al ritmo actual, el país estará calcinado dentro
de veinte años”.
Transcurridos 24 años, Cerdedo acaparaba las portadas de los
medios. En la primera semana de agosto de 2006, el fuego prendido en la
parroquia de Pedre se extendía por los concellos de Cotobade, Campo Lameiro y
Pontevedra, llevándose por delante tres vidas y miles de hectáreas de monte.
En medio de la desidia, Monteagudo subrayaba el empeño de
los colectivos vecinales por cubrir con sus iniciativas y esfuerzos aquellas
necesidades que desatendía el Concello. “Nos despedimos de toda esta buena
gente de Abelaindo, los felicitamos por su carretera, digna de mayor encomio.
Han sido los primeros en acometer una obra comunal que debe ser guía para otros
pueblos”.
Cinco hombres y seis mujeres habían construido una pista de
1.700 metros de longitud sin más herramientas que sus brazos, unas azadas,
palas y calderos, 15.000 pesetas (90,15 euros) recaudadas y 65.000 (390,65
euros) de “única ayuda” municipal. Era el 20 de octubre de 1968. Ya no tendrían
que caminar hasta el cementerio de Cerdedo con los ataúdes sobre los hombros
como había sucedido hasta entonces y como debieron seguir haciendo los vecinos
de Filgueira al camposanto de san Martiño de Figueroa. “Es inaudito que en los
tiempos que corren tengan que llevar los muertos a hombros en un trayecto de
tres kilómetros”, apuntaba el 28 de agosto de 1978.
En su periodismo reivindicativo también tenían cabida las
iniciativas que perseguían honrar a quienes volcaron su obra en beneficio de
los demás. Suya fue la petición de que la plaza principal, situada junto a la
iglesia, llevase el nombre de un sacerdote que luchó siempre por los más
humildes y trató de hacer visibles a las mujeres, Fernando García Leiro.
Publicó el primer artículo el 26 de febrero de 1971, y el 24 de junio de 1979
alcanzaba su objetivo.
No corrió la misma suerte su pretensión de que la avenida
que conduce al colegio público fuese denominada Doctor Alexander Fleming, “a
fin de que los niños conozcan algo más que nombres de futbolistas”,
apostillaba. Monteagudo denunció la invasión de propiedades privadas por
empresas como la Compañía Telefónica Nacional de España para instalar postes
del tendido sin la autorización preceptiva de sus propietarios, los destrozos
causados por la empresa que reformó la entonces carretera Nacional 541
Ourense-Pontevedra (Agromán) o los apagones, objeto de debate en un pleno del
Concello.
“Se habló de las
tinieblas por las que atraviesan nuestras parroquias. Es inconcebible e
inadmisible. Fenosa y el concesionario tienen que arreglarlo, porque santa
Lucía bendita no se compromete a hacer este milagro”, escribía en tono
sarcástico.
En 1968 reclamó un campo de fútbol, del que Cerdedo aún
carece hoy, y una pista polideportiva, porque entendía entonces que la salud
mental y la física eran igual de importantes. “No se necesita, creo, que vayan
a los bares” los jó-venes, para quienes solicitó en 1968 la construcción de un
teleclub dotado de una “buena biblioteca”.
Manuel Monteagudo dejó constancia en las páginas del Diario
de Pontevedra de los avatares de una de las figuras de mayor dimensión
intelectual de Cerdedo, nacido, como él, en la parroquia de Castro: José Rogelio
Otero Espasandín. Poeta, ensayista y divulgador, impartió clases de español en
varias universidades de Estados Unidos, donde finalizó su periplo como
desterrado. Falleció a los 87 años en 1987.
Y como si de la espina dorsal de su obra se tratase, los
artículos relacionados con la construcción de un embalse en el río Lérez son
una constante. “No sólo va a cambiar la geografía, sino también el clima,
provocando el éxodo sin retorno”, vaticinaba el 6 de junio de 1976. La aldea de
Serrapio, hoy vacía, es la mejor constatación.
“Ustedes me desarraigan, ustedes rompen mi círculo social,
mi comunidad de vida, el paisaje, el aire, aquel camino, aquel recuerdo, mi
historia como ser humano y hasta los muertos; entonces, esos valores, aparte
del intrínseco de la tierra ¿Cuál es el justiprecio? (…) Mientras nos ofrecen a
160 pesetas el metro cuadrado (0,96 euros), en As Encrobas ofrecieron a 625
(3,75); en Oroso, a 312 (1,87); Saltos del Sil, en 1968, a 230 (1,38) y Accesos
a Galicia de Valedoras a 257 (1,54 euros). (…) Como bien dice la asociación de
vecinos, el Ayuntamiento guarda el más hermético silencio, un silencio que
debería ser el primero en romper ante las justas reivindicaciones de su
pueblo”, exponía el 22 de octubre de 1978.
Años más tarde, el conjunto formado por un molino, un horno
y una vivienda, situado al lado de uno de los puentes más antiguos del
municipio, era trasladado desde Serrapio a un nuevo emplazamiento, en Codeseda,
por sus propietarios, que se hicieron con uno de los elementos más valiosos del
patrimonio etnográfico cerdedense por un desembolso de 300.000 pesetas (1.803
euros), precisa Monteagudo. Las expropiaciones fueron ejecutadas, pero el
embalse en el río Lérez no fue construido.
El periodista cerdedense retrata una sociedad apática y
resignada, que observa el envejecimiento y el paulatino abandono de aldeas y
lugares. “Teníamos en el año 1920 unos 7.500 habitantes, mientras que en la
actualidad (12 de septiembre de 1968) seremos unos 5.000. Por esta misma regla
de tres para el año 2000 no llegarán a 2.500”. También acertó en este
vaticinio: el 1 de enero de 2007, el número de habitantes era de 2.330 (1.283
mujeres y 1.047 hombres).
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