Prinsengrach, 263.267






Una joven japonesa retira los auriculares de sus orejas, y en una fresca y silenciosa mañana de Ámsterdam suena la voz gitanísima de Camarón de la Isla. Se gira hacia su izquierda y se desplaza unos metros para sentarse en una silla. Un pintor que se había instalado momentos antes, comienza su trabajo.
En la misma acera, un artesano elabora mandalas con hilos de colores. Poco a poco, esparce sobre el suelo flores, rosetones y armoniosas composiciones concéntricas. La gente que está en la fila lo observa con curiosidad distante, que rompe un niño italiano. Sus padres lo miran, su hermano pequeño sigue su ejemplo, y poco después está rodeado de chavales de varias nacionalidades que se comunican a través del lenguaje de la mímica. En un instante vendió cinco, a cinco euros la unidad.
Cuando llega el viajero pasan diez minutos de la diez de la mañana del día 22 de julio del año 2012. Y se sitúa al final de una fila de unos cien metros de longitud, formada en paralelo a una calle adoquinada por la que apenas transitan los vehículos y desemboca en un jardín presidido por la Iglesia de Westerkerk, de la que nada sabía hasta entonces. Quiso el destino llevarlo hasta tal lugar un martes, y tal circunstancia le permitió escuchar el concierto semanal que interpretan las cincuenta campanas del templo.
La fila avanza con lentitud, pero nadie parece tener prisa por llegar. Asiáticos, europeos y africanos parecen los pasajeros de un barco que navega perezoso por el mar tranquilo de una ciudad en la que conviven seres humanos de ciento cincuenta nacionalidades. Alguna conversación se entabla, y cuando el pintor finaliza su retrato, la joven japonesa pagar y le da las gracias en español.
Al viajero le sorprendió tanto el inesperado concierto como la visión del bajo de la iglesia, en la que además de estar a la venta recuerdos, también se pueden comprar salchichas o café, y piensa cómo cambiaron las cosas, porque cuando fue inaugurado, allá por el año 1631, era el lugar de culto destinado a los protestantes adinerados, y en este templo está enterrado Rembrant.
La calle Prinsengrach ya está a la vista, y el viajero ve pasar a severos y oscuros calvinistas sobre sus bicicletas, a rastafaris con el cabello enmarañado y ropaje colorido, a muchachas con sus impecables vestidos vaporosos y sin una arruga y zapatos de tacón. También pasa un sij, barbado y con la cabeza cubierta por un turbante de color azul marino, y dos ciclistas de edad avanzada, ambos de pelo gris, y el viajero deduce que, por su aspecto deben haber recorrido miles de kilómetros sobre sus monturas metálicas.

En paralelo con la vía adoquinada se encuentra el Canal del Príncipe, el más largo del centro de la ciudad, una arteria de agua integrada en un sistema de cien kilómetros de longitud, en los que encuentran acomodo 2.500 casas flotantes, con sus noventa islas y sus mil quinientos puentes. Un país bajo el nivel del mar que nunca se inunda. No es el más atractivo, tal vez esté a juego con el apodo de la persona a la que está dedicado, a Guillermo el Taciturno.
Son las once de la mañana cuando el viajero dobla la esquina y tiene a su lado un edificio rectangular, de bajo, tres plantas y un altillo, situado en la calle Prinsengrach, 263-267. Diez minutos después, accede a su interior, es la Casa de Ana Frank. Como lo habían hecho antes millones de personas, entra en la habitación de Otto, Edith y Margot Frank, en la de Ana Frank y Fritz Pleffer, en la de Hermann y Auguste van Ples y en la de Peter van Pels, y observa la pasarela que conduce a una vivienda situada en su parte trasera, que fue su escondite durante dos años.
Nada puede aportar ya el viajero a este trágico episodio que no hubiere sido impreso en un papel, pero quiere dejar constancia de la inquietud que lo invadió antes de que abandonase este lugar, porque en una serie de pantallas instaladas en una sala ubicada en el bajo este edificio se suceden las preguntas, que puede responder quien así lo desee, reguardado por el anonimato y utilizando para ello un mando a distancia: el 57% de los votantes consideraban que no es delito negar la existencia del Holocausto a través de las redes sociales.



Nómadas
12/22/2018
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