En una ladera de la colina del Cuerno de Oro están
esparcidos miles de túmulos y al fondo se extiende Estambul, partido en dos por
el estrecho del Bósforo. A un lado se encuentran Sultanahmed y el Topkapi y al
otro, la Torre Gálata, las tiendas de moda y de música. Sobre la lámina de agua
entre el mar Negro y el Mármara se asienta una pátina dorada en los atardeceres
soleados.
Una calzada flanqueada por cipreses, algarrobos y
castaños es la arteria central de un camposanto blanco. Un turbante identifica
las lápidas de los hombres y un chal, o unas flores, las de las mujeres. Los
gatos merodean perezosos. Un niño juega con un camión de plástico entre las
tumbas. Sus padres extienden la comida sobre un mantel. La familia comparte la
jornada con sus antepasados.
El viajero llega a la conclusión de que para ellos es
un día feliz, circunstancia que no deja de sorprenderle porque viene de un país
en el que el seguimiento de una serie de preceptos garantiza la estancia eterna
en el cielo y, a pesar de ello, el dramatismo envuelve los cementerios de su
tierra.
Un gato duerme sobre una tumba del cementerio de Eyüp |
Los minaretes despuntan sobre los tejados de los
edificios de una ciudad que un día se llamó Constantinopla. Un grupo de mujeres
ascienden por un sendero vestidas con atuendos de colores azul y negro.
Al
fondo está Eyüp, una ciudad que germinó entorno a una mezquita donde abunda el
mármol y el oro, la que ordenó construir Mehmet II en el siglo XV, donde se
encuentran los restos de Abu Eyyub Ensari, el portaestandarte de Mahoma.
Plátanos centenarios proporcionan sombra a un patio que fue el escenario de la
investidura de los sultanes.
Niños con báculo y una capa de armiño celebran el día
de su circuncisión, los matrimonios expresan sus deseos de felicidad ante una
verja de plata y las novias reparten azucarillos. Los hombres rezan frente al
mithrab y las mujeres, en la primera planta.
Mezquita de Eyüp |
El ambiente de fervor y recogimiento y la ausencia de turistas contrastan con la estampa habitual de las mezquitas estambulíes. Un terremoto destruyó este templo, haciendo necesaria su reconstrucción, pero la fe sigue intacta y es el cuarto en la jerarquía de los espacios sagrados del Islam, después de La Meca, Medina y Al-Aqsa (Jerusalén).
El esplendor de la ciudad coincidió con el del Imperio
Otomano. Familias musulmanas, procedentes del Cáucaso y de los Balcanes,
iniciaron una nueva etapa de sus vidas en esta ciudad, y su desarrollo se
prolongó con la instalación de industrias que se extendieron por los lugares
ocupados antes por los jardines y los campos de flores de Alibeyköy.
La contaminación alejó a los habitantes más pudientes
hasta el margen asiático del Bósforo. Situada sobre una llanura, Eyüp es hoy
una sucesión de calles animadas en las que se entremezclan los edificios y las
viviendas, algunas de ellas de madera.
Una mujer mira desde una ventana en Eyüp |
Con el sol en lo alto del cielo, el viajero busca
parada del autobús para dirigirse hasta Chora. Un guardia vestido le indica el
lugar al que debe dirigirse. Localizado el punto indicado por el agente,
aguarda. La espera se prolonga por espacio de unos quince minutos, y el viaje
no dura mucho más. Busca la Iglesia de San Salvador, y lo hace con cautela
porque está advertido de que no es fácil llegar hasta este templo a través de
calles estrechas.
Falsa previsión la suya: cuando aún está poniendo los
pies en Chora, un transeúnte le señala el itinerario a seguir, adelantándose a
la pregunta que ya intuía.
Valió la pena el viaje ante la visión de la colección
de mosaicos y frescos bizantinos y por la oportunidad de deambular por el
nártex. Pero si alguna razón empuja al viajero a dejar constancia de la
experiencia no es el afán de describirla, porque tiene muy presente que más
importante que el medio son los seres humanos que lo habitan, y los acontecimientos
refrendan esta convicción.
San Salvador de Chora |
Mientras espera la llegada del autobús, un joven se
acerca a una de sus dos acompañantes y, hablándole en inglés, le indica el
número del autobús, el 90, y debe realizar el pago con una tarjeta, medio del
que no disponen.
El muchacho se ofrece a hacerlo, y cuando ya está en
marcha, habla con una guardia de seguridad en turco. Después, explica que su
tarjeta solo permitía abonar el importe de dos viajes. Mientras lo hace, la
mayor parte de la veintena de pasajeros muestran las suyas para realizar el
pago.
En ese instante se mezclan la sensación
de sorpresa y de gratitud con la de impotencia, por no saber de qué manera
expresarle el agradecimiento. Desde entonces pasaron más de seis años, y
aquel día se ratificaron en la idea de que los viajes empiezan en el instante
en el que se planifican y no concluyen nunca.
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Nómadas
12/29/2018
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Precioso, como siempre, sabes que me encanta leerte, gracias por enviarme el enlace.Feliz entrada de año.
ResponderEliminarVeo que me pone como "desconocido" en el comentario anterior, soy José Carlos da Silva.
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