Josemillo, ¿No me conoces?. José Fernández Gómez escuchó una voz que pronunciaba varias veces la palabra primo. Creyó que podría ser la de un enfermo escapado del Borda, el hospital psiquiátrico que se encontraba cerca del garaje de la Avenida 9 de Julio de Buenos Aires, donde trabajaba.
No hizo caso a la insistente llamada hasta que el desconocido, que se había parado en la puerta, usó el apodo por el era conocido en su aldea natal de Paradela, en el municipio de Meis.
Se sobresaltó al escuchar la palabra Josemillo. Levantó la mirada, que se cruzó con la de un hombre alto con la barba crecida y descuidada, la ropa destrozada y sucia, delgado y somnoliento. Era Manuel Gómez Torres, su primo. Se abrazaron.
Esta escena tuvo lugar en un garaje de dos plantas, con una gasolinera en el bajo, donde José Fernández, recién llegado a Argentina, completaba el exiguo salario que ganaba entonces como limpiador en unas oficinas.
Con una fachada de unos 25 metros de ancho, permanecía abierto casi permanentemente en una ciudad que no dormía. Era el lugar donde estacionaban sus vehículos las actrices que actuaban en los teatros que se sucedían en la vecina Avenida de las Corrientes.
José Fernández lo llevó hasta el hospital del Centro Galego, donde lo lavaron y afeitaron antes de someterlo a un reconocimiento médico cuyo resultado fue concluyente, su salud era perfecta.
Metralla. Una vez recuperado, él y su esposa, Ramona Ares Crespo, de Baión (Vilanova), escucharon el asombroso relato del recién llegado, a quien conocían como Manuel de Torres en Paradela. Con metralla incrustada en su espalda, subió a un barco en Vigo, que pudo haber sido el ‘Cabo San Vicente’ o el ‘Cabo San Roque’.
La Guerra Civil había acabado en España, pero el combate dejó paso a las venganzas y querían matarlo, les comentó.
Cruzó el Atlántico buscando a su primo, y cabe imaginarse su desconcierto a bajar del buque, cuando preguntó dónde estaba Buenos Aires y le respondieron ‘tudo direto para baixo’, en portugués. Se encontraba a unos 3.500 kilómetros de su destino, en Río de Janeiro.
Y echó andar. Cruzó la selva del Amazonas y se internó en Uruguay andando, así como tres provincias de la Mesopotamia argentina sobre los piés, en carros de caballos y camiones que le pararon. Comió gusanos y frutas. Se protegió de la lluvia bajo las grandes hojas de los árboles tropicales.
Liliana, hija de José y Ramona, cuenta en su casa de Valga una aventura mil veces escuchada durante su infancia en compañía de su hermano Ramón, trece años mayor y nacido en Paradela.
Ella vino al mundo en Buenos Aires y su padre le hizo un encargo para que lo realizase aprovechado su viaje hasta Meis en compañía de su madre. Le compró una cámara para que fotografiase a su familia. Tenía entonces 11 años, Sucedió en marzo de 1972.
Con su Halina Vailant 126, una niña que no levantaba tres palmos del suelo y criada en una gran ciudad, no solo cumplió la misión, sino que salió a los caminos para llevarle a su padre unos retazos de la vida diaria de la aldea en la que se crió sobre un soporte de papel.
«Que mis padres me hubieran comprado una cámara era el no va más», comenta. «¿Quién tenía una camara con once años en 1972, aunque fuera común y corrientilla?», se pregunta.
Quiso el destino que unos días después de su llegada se celebrase la Semana Santa. Le compraron dos faldas, un jersey y un chaquetón. «Fue un impacto ver salir a los santos sobre los hombros, el sonido de las campanas y una lluvia de flores que caían desde el campanario», recuerda.
Liliana levantó la cámara y empezó a disparar. «Se ve que los curas no estaban acostumbrados y se quedaban posando, como diciéndome, ‘yo también quiero salir’». Vistas las escenas desde la distancia, comenta que nadie le quitaba ojo. «Supongo que algunos comentarían que vieron a una niña pequeña haciendo fotos».
El choque fue total. «Un día normal era rarísimo, porque al levantarse iban a ordeñar las vacas, y solo tenían tres, cuando allá nadie tenía menos de ciento y pico, y, encima, viviendo en el bajo de la casa».
coca cola. Asombrada, Liliana se hacía preguntas «¿Dónde están el resto de las vacas y el toro? Qué distinto era el rural minufundista de acá comparado con el extensivo de allá». No menos llamativo le resultó que le ofreciesen un vaso de vino blanco con la comida cuando pidió Coca-Cola. Acabó yendo a buscar agua al pozo, «Y me mordió el perro», apunta.
La Americana, le llamaban en Paradela, por cuyos caminos tuvo que escapar, en compañía de su prima, Melia Porto, que llegó poco después de Argentina y tenía dos años más que ella, cuando un grupo de chavales las apedrearon al grito de ‘fuera las americanas’.
Cabe preguntarse cuál hubiera sido la reacción de Liliana si hubiese asistido a los actos celebrados con motivo de la Semana Santa en Paradela durante los primeros años de la década de los cuarenta. La condescendencia del párroco encargado entonces de la iglesia, Miguel Rey Rivas, dejaba margen, a divertidos experimentos que hoy posiblemente no tuviesen cabida en ninguna celebración religiosa, si se plantease su reedición.
«O Ricoy era un artista de carallo», exclama con admiración Alfredo Vázquez. Tenía 28 años cuando a Manuel Ricoy Moraña se le ocurrió la idea de construir un avión, atar un cable entre un árbol, situado en un nivel más alto, y el campanario de la iglesia, colocarle una bomba de palenque en la parte trasera a la nave y prenderle fuego a la mecha.
En una España en blanco y negro, asustada y reverencial ante la iglesia, el vecindario siguió con expectación y curiosidad el inaudito experimento, cuyo objetivo final era que el avión se estrellase contra el campanario, para que, en ese mismo instante, dos personas situadas en él comenzasen a arrojar hojas de camelias el Día de Ramos.
Pero algo falló. «Era un home que facía de todo», agrega Alfredo Vázquez. Y esta expresión podría tomarse casi al pie de la letra porque era tal su prestigio que incluso Sanmartín, un capitán del ejército, le encargó su ataud, cuyas características decidieron entre ambos. «Non quería calqueira cousa», dice refiriéndose a las exigencias del militar para despedirse de este mundo.
Suya fue también una invención que permitió echar varios fuegos simultáneamente en la misma celebración. «Era unha tormenta que mi madre del Carmen», señala Alfredo Vázquez.
Como sucede con los mecánicos de las escuderías que participan en los campeonatos de automovilismo o motociclismo, Manuel Ricoy regresó a su taller con la firme determinación de encontrar el error cometido para no fallar en el segundo envite.
Llegado el Día de Ramos de 1941, la cuerda volvía estar tensada entre el árbol y el campanario de la iglesia, y Ricoy encendió la mecha de la bomba de palenque usada para propulsar la nave, que ascendió hasta llegar al campanario, dando paso a la lluvia de flores desde este lugar.
El encuentro. Mientras, en el atrio se estaba celebrando la escena del Santo Encuentro, protagonizado por los vecinos del lugar caracterizados para realizar los papeles de la escena biblíca.
«Salve, señora soberana, a quién buscais», preguntaba Lázaro. «A Cristo Crucificado», le respondía la Virgen, cuyo papel hacía Carmen Buceta. «Resucitó, glorioso, y el eterno me envía para que os guíe a su encuentro. Pase y alégrese la vida», continuaba Lázaro llegado del otro mundo.
Con 93 años y 160 trofeos ganado en pruebas de ciclismo sobre las estantería del bajo de su casa de Lois (Ribadumia), Alfredo Vázquez recuerda los pasajes del acto.
«Que tiemble el infierno, que suene la música, que caigan flores, que repiquen las campanas», cantaba el coro. Comenzaba entonces la procesión. «Dous pasos, de xeonllos, dous pasos...», narra visualizando su pasado.
El avión volvió a dar la señal para el inicio de la lluvia de pétalos en el año 1942, pero Miguel Rey Rivas dejó Paradela, y ya sea por desidia o bien porque el nuevo párroco no lo creyó adecuado, Alfredo Vázquez no puede precisarlo, lo cierto es que la experiencia aeronáutica ligada a la Semana Santa se convirtió en pasado.
La patata cocida servía de pegamento entre la madera y el papel con los que Ricoy construía los aviones, indica Manuel Moraña, que escuchó hablar de la experiencia a su padre. «Tería metro e medio de longo e facía fume ao petar contra o campanario», agrega el primer vecino que hizo el papel de Cristo en la procesión viviente.
Manuel Moraña tiene 63 años, comenzó a participar en los actos con 11, y en 1972 logró un permiso para abandonar Colmenar Viejo (Madrid), donde estaba haciendo el servicio militar, y acudir a la cita. Después, la vida lo llevó a una plataforma petrolífera en el Mar del Norte, cerca de Escocia.
Las camelias que volaban sobre el atrio de la iglesia de Paradela crecían en el vecino Pazo de Señoráns, un lugar muy vinculado a la vida de Alfredo Vázquez.
Asentada en la parte exterior de sus altos muros se encontraba la casa donde vivió en compañía de sus padres y su hermano. Una cocina y una habitación era todo. A los seis años fue reclamado por los dueños del pazo para hacer recados y compañía a sus hijas, y hasta los 11 vivió los mejores momentos de su vida, asegura.
El pazo. El traumático adiós se produjo cuando la dueña del pazo le propuso estudiar para cura y le dijo que se haría cargo de los gastos. Aquel día, la mujer se lo comunicó a su padre, cuya respuesta fue propinarle una paliza. Duele al recordarlo: «Miña nai tivo que botarme auga quente para que se despegara a blusa da espalda».
A partir del lunes de la semana siguiente tuvo que cargar con 40 kilos de herramientas hasta una cantera de la que fueron extraídos miles de adoquines que salieron en barcos desde Vilagarcía para pavimentar Amsterdam, tal vez las mismas calles que pisó Ana Frank camino del número 263 de la Prinsengracht, donde se encontraba la empresa que le sirvió de escondrijo de los nazis, con su familia, entre los años 1942 y 1944.
Después fue cantero, con un maestro de Forcarei. Luego, como cartero, recorrió a comarca en bicleta. Con 80 años, Alfredo Vázquez no fue capaz de negarse cuando Enrique Barros Lucio, un delineante y concelleiro de 34 años, que realiza el papel de Cristo y se encarga de organizar los actos, le pidió que participase.
Hace un papel en el Sanedrín de Pilatos. «Non lle podo negar nada a Paradela, porque aquí nacín e aquí crieime», argumenta en una frase que resume el compromiso de un pueblo con sus tradiciones, que tuvo continuidad en la generación de Manuel Moraña. Hoy se encarga de mantenerla viva Enrique Barros, y sorprendió, hace 39 años, a una recién llegada de Buenos Aires Liliana Fernández con su flamante cámara.
Diario de Pontevedra (24-03-2013)
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