"Se
morreras", le espetó Dorinda Viétitez Cardesín
en un
arrebato de
furia. «Será o que Deus queira», le respondió
Francisco
Cerdeira Gil,
su marido. Corría el año 1957. Este intercambio
de frases
se produjo
durante la mañana del día 10 de abril, cuando
los vecinos
de Cerdedo se
afanaban en la
labor de
plantar las patatas.
A
mediodía, Cerdeira se desplazó hasta la oficina de Correos para enviar unas
cartas solicitando los pagos derivados de diversas actuaciones musicales. Era el
responsable de la Sociedad General de Autores
de España (SGAE). De regreso a su vivienda, situada en el
barrio
de San Pedro,
se sintió mal.
Dorinda no estaba en casa. Lo encontró sobre la cama
moribundo.
Sus lamentos
fueron escuchados por Olimpio, que vivía
de alquiler en una casa
propiedad de
Pepita de
Raposo, situada casi enfrente, y se disponía a cenar tras una dura jornada en el
campo.
Fue
él quien avisó a Carmen Cortizo y a otros vecinos,
que trataron
de averiguar
qué sucedía.
Tuvieron que
colocar una escalera en la fachada y romper un
cristal
para entrar
porque había cerrado la puerta. Subieron a la
habitación,
ubicada en el
primer piso.
Entonces contemplaron la
escena:
Dorinda
lloraba sobre el cuerpo de Cerdeira. Llamaron a
Avelino, el
médico, pero
la inyección que le puso no impidió el fatal
desenlace.
«Ergueuse un
pouco, pero caeu
cara atrás.
Foiche así a morte de Cerdeira», resumió Carmen
Cortizo,
que falleció
días después de
recordarlo,
con 87 años, y fue enterrada el pasado 24 de
abril.
Tuvieron que sujetarla, porque se oponía a que amortajasen
a su
esposo, y fue
tal su empeño que los encargados de esta
misión se
vieron en la
necesidad de llamar a la Guardia
Civil. Tenía 73
años.
Francisco Cerdeira había sido un prestigioso director de
una banda y una academia. Unos
testimonios
indican que se
conocieron
en la feria de
Soutelo de Montes y otros indican que fue en
la de Cachafeiro, del
municipio de
Forcarei ambas
localidades.
Todos
coinciden al señalar que fue José María, conocido
por el
sobrenombre de
O Misiegho, un
tratante de
cerdos ciego, quien presentó a Cerdeira a una
joven
huérfana
llamada Dorinda, nacida en la parroquia de Dúas
Igrexas
(Forcarei),
cuya única pariente cercana era una hermana que
vivía
con su
familia.
«Cego
chalán de arguta apalpadela, taxaba os bócoros
poupándolles
a faceira e
cofeándolles o
lombo coa súa
man experta. Ninguén melloraba a oferta do
noso
gandeiro»,
expone Calros Solla en su libro ‘Almanaque de
encantos.
Mitoloxía da
Terra de Cerdedo’, al referirse a la persona que
hizo posible
el
encuentro.
Viudo
de Filomena García Leiro, la hermana de un cura
llamado
Fernando al
que Cerdedo dedica la plaza que un día fue el
escenario
del mercado,
Cerdeira quiso
iniciar una
nueva vida al lado de una hermosa joven de piel
blanca
y pelo rizado
de color negro.
La
boda se celebró a mediados del siglo pasado. El novio
se aproximaba a los 70 años de
existencia
y su esposa
acababa de pasar
la barrera de
los treinta. Cerdeira vivía como representante
de la SGAE y trabajaba la tierra.
De
fiesta en fiesta, anotaba en una libreta las canciones
que se
interpretaban.
«Sempre enredaba
cos músicos, e
cando chegaba
ao recadro
onde tiña que indicar o autor, dicía con
seriedade, ‘e
agora, que
raio lle poño aquí’», cuenta Manuel Campos en su
libro
titulado ‘As
bandas de música
de
Cerdedo’.
Cuidadoso con su aspecto, la natural exuberancia que
caracterizaba
a Dorinda le
daba réplica.
La pasión que
vivieron durante los primeros tiempos, a pesar
de la
notable
diferencia de edad, fue decayendo y dio paso a las
disputas.
No
había sido educada para ser una ama de la casa, como se
estilaba
entonces, por
lo que además
de no coser ni
bordar, el trabajo en el campo tampoco era lo
suyo, de
ahí que
confundiese el anís con el perejil al condimentar una
comida
o que cada
vaca fuese para un lado cuando araba la
finca.
La
afición por la bebida empezó a manifestarse y Cerdeira
trató de
poner el
dinero a buen recaudo, aunque no siempre con
éxito.
Dejó de
arreglarse, las disputas entre ambos se hicieron
públicas
y la parca
puso fin al clima de hostilidades. Con 34 años,
Dorinda
volvía a
quedar sola.
No
tenía oficio, no sabía trabajar la tierra y la bebida la
transformó
en una mujer
irascible y que
se enfrentaba
a menudo con los
vecinos. Los
promotores de una concentración parcelaria la
dejaron
sin una parte
de la finca que
heredó de su
marido.
Fue
perdiendo el sentido y multiplicando sus excentricidades.
A finales de la década de los
sesenta
llegaron
obreros de Andalucía, Portugal y Extremadura
para
construir la
nueva carretera, y esta obra trajo a Cerdedo a
un joven
luso que se
enamoró de ella y pasaba horas esperando
verla en
la ventana. Le
dio calabazas.
Tuvo
más éxito Manuel Cerqueira Afonso, un carpintero
portugués.
Necesitaba un
inquilino,
el roce hizo
el cariño y acabaron casándose. En uno de sus
arrebatos
lo tiró por la
ventana, para acudir de inmediato a
consolarlo.
Dorinda se exhibía entonces en lo alto de una escalera. La
usó para
levantar una
parte del tejado de su casa y los vecinos
tuvieron que
finalizar la
tarea después de que hubiese acabado el verano
sin que
se molestase
en hacerlo.
Desde
el púlpito en
el que había
convertido la escalera, una tarde de verano levantó
la falda delante de los
obreros que
extendían el
asfalto y pronunció una frase que permanece
grabada
en la
memoria colectiva: «Somos de la carretera», proclamó
a los cuatro
vientos.
Fue
popular la figura de su famélica oveja enterrada en
una montaña de lana que dejó a
medio
trasquilar.
Barría el pueblo en los días previos a la fiesta y
se postraba
llorando en
mitad del pasillo de la iglesia durante las
misas.
A
Afonso se lo llevaron a Portugal cuando falleció. Su paso
no dejó huellas. Cerdeira
seguía en
el corazón de
Dorinda. Estuvo al cuidado de una familia de
Quireza
(Cerdedo)
hasta su muerte, acaecida el día 24 de noviembre de
1994,
cuando tenía a
los 72 años.
«Cerdeira sé que estás ahí, contéstame». En los días
posteriores
al óbito,
llamaba a su amado, le suplicaba que respondiese a
sus desgarrados requerimientos
y
aguardaba una respuesta en el cementerio de Cerdedo.
Pegaba la
oreja a la
piedra y aguzaba el oído con la esperanza de recibir
algún
mensaje.
La
muerte los reunió de nuevo 37 años después. Una lápida
de piedra en la que no figura
ninguna
inscripción
cubre la tierra que sepultó a la
pareja.
Diario de Pontevedra (28-4-2012)
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