La escena se produjo frente a la entrada de Charpo, en Vilanova, durante el convulso inicio de la década de los noventa, cuando un grupo de trabajadoras se rebeló contra los Charlines.
«Pegaron a las embarazadas, usaron una manguera de agua a presión, palos con puntas e intentaron rociarnos con sosa cáustica», comenta María Campos.
«Pasó hace 21 años, entonces no teníamos idea de nada, todo lo que sabíamos era trabajar, queríamos hacer algo pero no sabíamos qué», agrega Laura.
Ambas rondaban la veintena cuando entraron en la empresa, y el primer concepto que trataron de grabarles a fuego los Charlines fue que hay una hora de inicio de la jornada, ninguna fija de salida, y nadie podía hacerlo de día, tanto en verano como en invierno.
Muchas veces, se prolongaban durante 24 horas, con un mínimo descanso que aprovechaban para dormir en cualquier rincón o comer un bocadillo, y a quienes rechazaban la orden de presentarse los sábados les descontaban el sueldo de la semana, relatan.
De poco valía que se estropeara una máquina y que este percance paralizase la producción. «De aquí no sae ninguén», ordenaba Josefa Charlín, la hija de los patriarcas, que arengaba a los trabajadores para que agrediesen a quienes reivindicaban sus derechos. «¡Vamos a por elas!», gritaba.
Entre el cocedero y la factoría conservera, la plantilla superaba de largo el centenar de componentes, que parecían resignados a su suerte cuando un grupo, formado por trabajadoras jóvenes y sin complejos dijeron basta.
«Fuimos a la UGT, nos dijeron que teníamos que afiliarnos y nos recomendaron que no nos metiésemos con esa gente, y en CC OO nos respondieron que el abogado no pasaría hasta tres o cuatro días después», dice María.
A las que sufrían un accidente le entregaban una de las tres tarjetas de afiliación de la Seguridad Social que pagaba la empresa, sin importar a nombre de quién estuviese, porque además de la indiferencia sindical, también contaban con la complicidad de la mutua donde recibían la asistencia sanitaria
«Nadie nos quería ayudar cuando pronunciábamos la palabra Charpo y decidimos encerrarnos en el Concello de Vilanova», apunta Laura. Contaron con el apoyo del entonces alcalde socialista Manuel Dios, y un conflicto hasta entonces silenciado se encaramó a las portadas de periódicos y noticiarios.
El fin de semana en la Casa Consistorial transcurrió salpicado por los sobresaltos provocados por los secuaces de los Charlines, que rompieron varios cristales a pedradas, al tiempo que las conminaban a salir.
Entre quienes descubrieron que un centenar largo de trabajadores de Vilanova vivían sometidos a un régimen de terror se encontraban dos mujeres de la Organización de Traballadores do Salnés (OTTS).
Se dirigían a la playa y cambiaron el rumbo del vehículo para acudir al Concello de Vilanova al enterarse del encierro a través de la radio, convertiéndose en aliadas de las operarias.
Fue entonces cuando quedó de relieve la brecha entre los sindicatos más representativos, UGT, INTG y CC OO, y la OTTS, a la que llegaron a calificar de «quincalla del sindicalismo».
La bola de nieve había comenzado a rodar cuesta abajo y su tamaño crecía a medida que avanzaba metros. Fue el inicio una serie de despidos, a la que siguió siempre la orden de readmisión desde instancias judiciales.
Cuando las cartas ya estaban boca arriba, decidieron desplazarse hasta Vilagarcía y encerrarse en la sede del Partido Popular. A estas alturas, las medidas ya no eran improvisadas.
La decena larga que se había rebelado contra la opresión se había convertido en más de 60, que se turnaron durante un mes en el piso del partido cuyo presidente, Manuel Fraga, gobernaba Galicia. «Era pequeño, dormíamos en las sillas y hacíamos escapadas a nuestras casas», dice Laura.
Galicia comenzaba a responder a su llamada de ayuda, que se materializó en un festival para recaudar fondos. Las amenazas de los Charlines impidieron usar las lonjas o los pabellones de Vilanova y A Illa, por lo que se celebró al aire libre ea A Illa una noche de invierno. «La más fría que recuerdo, pero tuvimos todo el calor del público», apunta Laura.
Entre otros, estuvieron Antón Reixa y Méndez Ferrín. Tereixa Navaza aprovechó el espacio informativo de TVE Galicia dedicado a las predicciones meteorológicas para desear que ese día luciese un sol muy grande en A Illa.
Y después alquilaron una roulotte que aparcaron frente al edificio del Parlamento, en la calle de O Hórreo de Santiago. Allí, dos trabajadoras permanecieron en huelga de hambre durante 120 horas.
El presidente en funciones de la Xunta, Dositeo Rodríguez, recibió a una delegación, ante la que se comprometió a instar a la dirección de Charpo a que aceptase la mediación del Gobierno gallego, y también los escuchó el conselleiro de Traballo, Manuel Pérez, al que abordaron en Soutomaior.
Estamos en la recta final del año 1990 y los Charlines ya eran unos personajes tan conocidos como odiados en España a raíz de la operación Nécora, dirigida por el juez Baltasar Garzón.
Era tal su desfachatez que una de las hijas del patriarca llegó a acusar a las trabajadoras díscolas de haber provocado la operación, y su ingenuidad alcanzaba el punto de que algunas se lo creyeron en un primer momento.
En este escenario dejó su tarjeta de visita el Exército Guerrilleiro do Povo Galego Ceive, colocando varias bombas en propiedades de narcotraficantes situadas en Vilagarcía y Vilanova
Perdida la batalla de la opinión pública, comenzaba un largo proceso judicial que acabaría con todos los componentes del clan entre rejas, en paralelo con las incautaciones y embargos de las propiedades que amasaron por medio del narcotráfico a gran escala.
La actividad productiva continuó en un clima de terror y matonismo hasta que Charpo fue intervenida y puesta bajo la dirección de un administrador judicial.
Y entonces se produjo la paradoja: lo que no habían conseguido los Charlines, cerrar la empresa, lo hizo el Gobierno. No le importó que la maquinaria hubiera sido renovada poco antes. «Era viable, pero la abandonaron», lamenta Laura.
Hoy solo quedan ruinas y podredumbre. Una empresa valló las instalaciones, y cuando desmonte la cubierta llegará el momento de tirar las paredes y retirar el letrero con el acrónimo formado por los apellidos Charlín y Pomares.
El el solar será levantado el teatro Valle-Inclán, el creador del esperpento. «La dejaron arruinar y ahora no importa que la derriben. Lo que nos duele es que hoy podíamos estar trabajando ahí», lamentan Laura y María. Los exoperarios todavía tienen pendiente el cobro de casi 1,5 millones de euros.
El miedo que provocan los Charlines no desaparecerá cuando caigan las paredes y es la razón por la que los nombres usados en este reportaje non se correspondan con los de las personas que accedieron a contar sus experiencias.
Foto: José Luis Abalo
Diario de Pontevedra (5-6-2011)
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