«No se puede consentir, señoría, que un pueblo soliviantado actúe de la forma que lo han hecho estos vecinos de Oeste por defender unas marismas que son improductivas y unos muros viejos e irrelevantes».
Con estas palabras cerró su intervención el abogado de tres emprendedores que se encontraron con el rechazo frontal de los vecinos de una parroquia de Catoira a sus planes, en la vista oral de un juicio celebrado en el año 1945.
Durante la soleada mañana del día 12, domingo, las garzas paseaban tratando de capturar alguna trucha por los serpenteantes canales que traza el agua, horadando la tierra cuando sube la marea y el río Ulla invade el humedal.
Cerca del lugar elegido para buscar la pitanza, unha niña se desliza río arriba en un kayak de color rojo, siguiendo un itinerario paralelo a los restos de la muralla que sirvió de fortificación levantada como protección ante las embestidas de las tribus del Norte.
El asunto que se dilucidaba en aquella sesión judicial eran las presuntas responsabilidades en las que habían podido incurrir un grupo de catoirenses que se pusieron al frente de toda una muchedumbre que un día decidió impedir que la junquera donde se encuentran las Torres de Oeste se convirtiese en un arrozal.
La desafortunada proclama del letrado de los industriales que pretendían convertir la desembocadura del río Ulla es una especie de Delta del Ebro o en un paisaje similar a los que pueden verse en Indochina hizo saltar de sus casillas a Isidoro Millán, que defendía a los vecinos.
«Muros irrelevantes... sabiendo que formaron parte de la estructura del castillo donde falleció don Cresconio, en 1068, castillo que él había levantado a costa de tantos desvelos y tantos afanes para defensa de la religión y de la patria cuando era obispo de Iria, al suceder a Bernardo III», le recordó a su colega en un encendido e ilustrativo discurso.
«Muros irrelevantes, los que mandó construir el primer arzobispo de Compostela, don Diego Gelmírez, en 1108», añadió antes de hacerse una pregunta demoledora para su rival: «¿Se pueden llamar ‘muros irrelevantes’ a unas torres cargadas de historia?»
«No se puede consentir, señoría, que un pueblo soliviantado actúe de la forma que lo han hecho estos vecinos de Oeste por defender unas marismas que son improductivas y unos muros viejos e irrelevantes».
Con estas palabras cerró su intervención el abogado de tres emprendedores que se encontraron con el rechazo frontal de los vecinos de una parroquia de Catoira a sus planes, en la vista oral de un juicio celebrado en el año 1945.
Durante la soleada mañana del día 12, domingo, las garzas paseaban tratando de capturar alguna trucha por los serpenteantes canales que traza el agua, horadando la tierra cuando sube la marea y el río Ulla invade el humedal.
Cerca del lugar elegido para buscar la pitanza, unha niña se desliza río arriba en un kayak de color rojo, siguiendo un itinerario paralelo a los restos de la muralla que sirvió de fortificación levantada como protección ante las embestidas de las tribus del Norte.
El asunto que se dilucidaba en aquella sesión judicial eran las presuntas responsabilidades en las que habían podido incurrir un grupo de catoirenses que se pusieron al frente de toda una muchedumbre que un día decidió impedir que la junquera donde se encuentran las Torres de Oeste se convirtiese en un arrozal.
La desafortunada proclama del letrado de los industriales que pretendían convertir la desembocadura del río Ulla es una especie de Delta del Ebro o en un paisaje similar a los que pueden verse en Indochina hizo saltar de sus casillas a Isidoro Millán, que defendía a los vecinos.
«Muros irrelevantes... sabiendo que formaron parte de la estructura del castillo donde falleció don Cresconio, en 1068, castillo que él había levantado a costa de tantos desvelos y tantos afanes para defensa de la religión y de la patria cuando era obispo de Iria, al suceder a Bernardo III», le recordó a su colega en un encendido e ilustrativo discurso.
«Muros irrelevantes, los que mandó construir el primer arzobispo de Compostela, don Diego Gelmírez, en 1108», añadió antes de hacerse una pregunta demoledora para su rival: «¿Se pueden llamar ‘muros irrelevantes’ a unas torres cargadas de historia?
En un episodio que formará parte de un libro de próxima publicación, su autor, Pepe Castaño, asegura que los encargados de la sala y algunos asistentes al juicio vieron como el abogado de los industriales se acercó a ellos para decirles al oído: «¡Estamos perdidos!, ¡No hay nada que hacer!».
Superados los 90 años, Agustín Dios, conocido como Agustín das Pedras, que como tantos catoirenses trabajó en el restaurante de Ricardo Dios en Fuencarral (Madrid), vive en el lugar cuyo nombre sirve para identificarlo, en su parroquia natal, Santa Baia de Catoira.
Constantino de Pasqualiño, que anda cerca de las nueve décadas de existencia y fue empleado de la factoría de cerámica Cedonosa, sigue cuidando las fincas durante los fines de semana, cuando su hijo lo trae desde A Pobra, donde vive, hasta Catoira.
Un cantero llamado Manuel de Benito; Antonio de Freijó, que se dedicaba a la labranza, como Francisco de Marcelo y Dolores Pérez (a de Hipólito), hermana de uno de los promotores, que se ocupaba de su casa, fallecieron.
Los cuatro, junto con Constantino de Pascualiño y Agustín das Pedras, formaron la avanzadilla que impidió la conversión del humedal en un arrozal, fueron procesados por ello y salieron absueltos.
La idea partió de un grupo de tres personas: Alejando Pérez y Faustino Isorna, de Catoira, y un vilagarciano apellidado Gallego. En los albores del siglo pasado, Pérez viajó a Buenos Aires para cumplir un recado de su madre: hacer que su padre, que vivía con una mujer, regresase a casa.
Además de realizar la misión que le había sido encomendada, durante su corta estancia se cruzó con la diosa fortuna y logró una importante suma de dinero en un sorteo de lotería.
Después de emplearlo en diversos negocios cuyo denominador común fue el fracaso, y de haber tratado de poner en marcha diversa iniciativas empresariales con el mismo resultado, se asoció con Isorna y Gallego.
Faltaban 15 años para que un grupo de intelectuales pusiesen en marcha el embrión de la Romaría Vikinga y tanto el humedal como las torres no habían adquirido el rango de señales de identidad del concello de Catoira.
La protección del medio ambiente era una expresión que no se utilizaba, pero se practicaba. Así, los vecinos se abastecían de juncos que acababan en las cuadras de las vacas, donde se convertían en estiércol que después alimentaba sus fincas, o servían para la elaboración de cestos.
Conseguidos los permisos, el trío de emprendedores comenzó a levantar un muro que hiciese las funciones de dique de contención paralelo al río para regular la entrada del agua.
Comenzaron a llegar gabarras con piedras que los canteros asentaban una sobre otra mientras crecía el descontento vecinal. Pero de nada habían servido los escritos enviados a los organismos competentes con el aval de técnicos.
Así que, cuando el muro ya había alcanzado una altura considerable, el cura, Avelino Fernández,se reunió con el vecindario y lo animó a que se concentrase en las Torres de Oeste con los aparejos necesarios para derribarlo.
Para esquivar cualquier responsabilidad, encargó a un chaval que diese la señal de ataque tocando la campana de la iglesia de una manera previamente convenida.
Dicho y hecho. Su sonido levantó una mañana al vecindario, que siguió la consigna. Se encaminaron mujeres y hombres, niños y viejos, con canteros expertos al frente para dirigir la operación. Cuando llegaron ya estaba esperándolos la Guardia Civil, que levantó acta de lo ocurrido.
Una colecta permitió recaudar fondos para pagar las fianzas y los gastos del proceso judicial, cuyo resultado fue favorable, pero la resolución judicial no había logrado apaciguar la inquietud.
Un día, el fuego consumió por completo la caseta de obras del trío de emprendedores. Nadie supo cómo había comenzado el incendio. Tampoco se lo preguntaron con insistencia, y todos durmieron tranquilos desde entonces.
Foto: Archivo de Pepe Castaño
Diario de Pontevedra (9-01-2011)
Si alquien que me sé yo estuviera en esa época allí, habría exclamado: "esto é exemplo da estupidez humana, hai que defender as cousas desde o rigor, non desde a presión de dúas persoas que berran moito"
ResponderEliminarAy, unhas boas fogueiras son as que fan falta.
ResponderEliminar¿Alguna vez, la historia servira para algo mas que llenar libros y bibliotecas? por que a lo que se ve, algunos "politicos" repetirian esta historia de muy buen grado... digo yo, y me baso en lo que hemos visto y oido últimamente.
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