Sus miradas se cruzan con las de los perros y los gatos, extraen los sonidos secretos que guardan las tarteras, llenan de vida las esquinas de la casa y acaban acurrucados en el corazón fresco de una manzana. Dormir es para ellos un tránsito entre dos estados armónicos, mientras que nosotros, los mayores, tenemos miedo a cerrar los ojos y encontrarnos de bruces con aquello de lo que tratamos de huir durante el día y que se nos descompongan todos los esquemas que intentamos apuntalar agarrándonos a la realidad. Son campanas que van diciendo por ahí quienes son sus padres, y cuando los sacamos a pasear, marcan los rumbos aunque vayan sujetos de la mano y parezca que los guías son los progenitores. Entonces, se suceden los hallazgos. Aquellas pequeñas cosas en las que no reparamos desde la altura y el vértigo de la edad adulta adquieren una dimensión distinta. Son el pasaporte que hace posible ver la vida al revés: sus actos son los nuestros del pasado y nos permiten introducirnos en el tunel del tiempo para explorar lo que pudieron haber sido nuestras infancias. Cuando sus músculos obedecen la orden de sus cerebros, sus manos cobran vida, y la primera caricia resulta emocionante. Es el encuentro con otra vida, la constatación de que ese pedacito de carne, poco más grande que un paquete de azucar, se despereza y pide protagonismo. Con ellos compartes itinerarios y te integras en una sociedad que conocías parcialmente. Te invitan a contruír una patria común a partir de valores universales, sin guerras, sin hambre y sin miedo, y ten convierten en el cómplice de sus pequeños secretos. Son los antídotos contra la depresión y la resignación y el ancla que nos mantiene amarrados a tierra, evitando el derrumbe en los días oscuros.

Diario de Pontevedra (13-6-2003)
chispa negra
1/02/2011
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