Escalofrío en la madrugada


Cuenta José Saramago que cuando Joana Carda hizo una raya en el suelo con una vara, todos los perros de Cebére, una localidad situada en los Pirineos Orientales, empezaron a ladrar, llevando el pánico y el terror a sus habitantes.

Comienza con este pasaje el libro ‘La balsa de piedra’, en el que el escritor portugués describe como la Península Ibérica se desgaja de Europa por la traza marcada por Joana Carda, para cruzar el océano Atlántico y acudir al encuentro con Iberoamérica. Se entiende entonces la reacción de los canes.

Durante la madrugada del 28 de marzo de 1997 también se escuchan ladridos al unísono. Suenan poco antes de que una mujer de Cabanelas (Ribadumia) hubiese negado la entrada a su vivienda a un joven muy nervioso que quería denunciar un crimen.

Cuando abre el día y observa el ir y venir de vehículos policiales, comprueba que la petición del muchacho estaba justificada y un escalofrío le recorre la espina dorsal.

Algo horrible había ocurrido. Acostumbra a suceder que, en estos casos, nos ponemos en el peor de los escenarios, y también que las dimensiones del horror casi siempre acaban por superar los límites que habíamos marcado.

A pocos metros de la planta empacadora de residuos sólidos urbanos se encuentra un vehículo en cuyo interior yacen dos chicas. A unos pasos se puede ver un hombre en el suelo. La Guardia Civil acordona la zona y avisan al juez. Cuando procedía al levantamiento de los cadáveres, recibe la noticia de que el presunto responsable de las muertes había sido detenido.

El espanto ya irradia de occidente a poniente. La radio y la televisión abren los informativos exponiendo los primeros datos de la masacre.

Cabe la posibilidad de que el teléfono hubiese sonado en los domicilios de las familias de Francisco Javier Sanmiguel de la Torre, de 36 años, Ángeles María Barreiro Arenal, con 31, y Dolores Gómez Rodríguez, de 20 años, y que el estado de ánimo del encargado de responder hubiese transitado de la sorpresa al horror.

Recomponer la escena es una tarea sencilla porque hay testigos. Uno es el vilagarciano José Fabeiro Torres, de 26 años. El joven que tan nervioso había acudido a una casa situada en las proximidades para alertar de lo sucedido dio el aviso en el Cuartel de Cambados.

Era el compañero del cambadés Francisco Javier Rey Buezas. Aquella noche habían tomado una copa en el pub Belle Epoque, situado en Vilanova, en torno a las cuatro de la madrugada.

De este local, ambos salieron en compañía de Francisco Javier Sanmiguel, Ángeles Barreiro, Dolores Gómez y Jesús Bello. Van los seis apretujados en un vehículo y el próximo destino es Pontevedra. Conduce Rey Buezas.

Al pasar por Cambados, el coche se detiene y baja Rey Buezas para dirigirse a su domicilio, del que regresa poco después. Enfilan hacia la capital, pero a la altura de Cabanelas, en el municipio de Ribadumia, se desvía del itinerario.

En este punto, los cuatro hombres abandonan el vehículo. Rey Buezas saca una pistola, calibre 9 milímetros Parabellum, y sin darle la menor opción para que pudiese defenderse, dispara a escasos centímetros de la sien de Francisco Javier Sanmiguel, que muere en el acto, ante la mirada atónita de Bello y Fabeiro.

Inmediatamente, se dirige a Jesús Bello y le exige que le muestre su documentación, porque alberga la sospecha de que pudiera tratarse de un policía. Éste se aleja unos metros del pistolero con la excusa de acercarse a los faros del coche para buscar los documentos, y aprovecha un despiste y la oscuridad para escapar. Los dos disparos de Rey Buezas no encuentran la diana que buscaba.

Fabeiro hubiese corrido la misma suerte de no encasquillársele la pistola cuando parecía haberle llegado su turno, circunstancia que le permite huir.

Aterrorizadas, permanecen en el interior del vehículo Ángeles Barreiro y Dolores Gómez. El asesino se dirige hacia ellas y repite el macabro ritual: coloca el cañón cerca del cráneo de ambas y dispara. Primero, sobre Ángeles Barreiro y, después, sobre Dolores Gómez. Rey Buezas es arrestado inmediamente.

Son las 16.30 horas del martes 1 de abril, y un gentío se arremolina ante la fachada de las dependencias judiciales de Cambados. Llama la atención que la mayor parte de los concentrados son jóvenes, que acuden con la intención de ver el rostro de un asesino.

Rey Buezas lo tiene semitapado, lo que no impide a un hombre de unos sesenta años identificar al asesino, al que increpa e intenta agredir. La Guardia Civil evita que alcance su propósito.

Todos pueden escuchar sus lamentos porque repite que había trabajado durante toda su vida para sacar adelante a su familia, para lo que estuvo embarcado, y ahora un criminal le arrebata a su hija. Es Ángel Barreiro, el padre de Ángeles María Barreiro.

Los insultos también se dirigen a Fabeiro, y uno de sus familiares aclara que no es responsable de la salvajada. Algunos llegan a pedir a gritos el linchamiento de los presos.

Dos días antes, el domingo 30 de abril, se habían celebrado los entierros de las tres víctimas: el de Ángeles Barreiro, en Rubiáns (Vilagarcia); a Francisco Javier Sanmiguel lo condujeron a Carracedo (Caldas de Reis), y el cuerpo de Dolores Vázquez fue depositado en Rabanal del Camino (León) .

La imagen que dejan los detenidos se parece muy poco a la que ofrecen cuando les llega la hora de comparecer ante el juez. Con Francisco Javier Rey Buezas se repite la metamorfosis.

Estamos en la primera semana de mayo de 1999 y llega a la Audiencia Provincial de Pontevedra. Viste un traje de color marrón y lleva gafas oscuras que quita cuando accede a la sala.

En su declaración, trata de sembrar dudas. Justifica el cambio del itinerario para dirigirse a Cabanelas con la finalidad de coger una cosa que estaba escondida y reconoce que había parado antes en Cambados para coger el arma.

Asume la autoría de dos muertes y trata de cargar la otra sobre las espaldas de Fabeiro, que era el encargado de echar los cadáveres a un pozo, sostiene.

Su abogado lo califica como una persona tranquila que tiene un problema de agresividad cuando bebe, y que aquélla lo había hecho. Los peritos forenses sostienen que no es cierto y lo definen como una persona sin trastornos psiquiátricos que afecten a su carácter.

Apuntan que presenta una ausencia de sentimiento de culpa, cierta impulsividad y escasa capacidad de autocrítica, que no le impiden valorar los hechos que protagoniza.

"¿Cómo podemos fiarnos de alguien a quien escuchamos decirque disparó contra uno de los fallecidos, concretamente Ángeles María Barreiro, porque estaba allí y le tocó?”, expone el fiscal en su alegato, antes de solicitar 76 años de prisión.

Durante la vista oral, Rey Buezas también había justificado el disparo sobre Dolores Gómez para eliminar testigos. Fue condenado a 51 años de cárcel por tres delitos de asesinato consumado, uno en grado de tentativa, y tenencia ilícita de armas.

Diario de Pontevedra (25-01-2009)

crónicas salvajes
12/06/2010
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