Barco en la niebla

 


Los viajes comienzan cuando uno los imagina y no terminan nunca. En cualquier momento te sorprende un aroma, una frase, una escena, una sensación, un sonido, un paisaje, una expresión y te transportan en el tiempo y el espacio a rincones y momentos que parecían olvidados, cuando, en realidad, estaban resguardados en una estructura cerebral con forma de caballito de mar situada en la parte frontal del cerebro, llamada hipocampo.

El viajero leyó libros, tomó notas, observó fotografías, preguntó a quienes lo habían visitado, escuchó música. Llevó a cabo la labor previa habitual, puso la imaginación a volar, el pasaporte que hace posible viajar sin desplazarse, sabedor de que el acopio iba a multiplicar su satisfacción cuando llegase a su destino, y que iba al encuentro de un lugar que ya se había asentado en su memoria.

Todas estas características concurren en un paseo por un grandioso monumento de piedra situado en la Baja Normandía. El día 5 de noviembre del año 2008 se abrió con un tono grisáceo, el viento removía una cortina de agua que se deslizaba perezosamente y filtraba la visión a través de la ventanilla del autobús, difuminando los perfiles.

Atrás quedaron Granville y Avranches. Manzanas maduras, explotaciones agrícolas, caballos… La carretera traza una diagonal sobre una planicie verde antes de zigzaguear cuando se aproxima al estuario del río Couesnon.

Un grupo de jinetes cabalga por la bahía de Saint-Michel

Al otro lado de la bahía, Mont Saint-Michel podría confundirse con un barco flotando en la niebla, a punto de partir.

Característica animal esa de los seres humanos que los lleva a asentarse en los lugares ocupados tiempo atrás por otras comunidades, no pocas veces expulsadas de sus asentamientos, que tras su ocupación son transformados por los nuevos dominadores, tratando de borrar cualquier señal de identidad que pueda servir de rastro del pasado.

Los romanos denominaron Puerto Hércules al Mont Tombe. Tribus célticas y armóricas lo ocuparon y convirtieron el bosque de Siciss en el escenario de sus cultos druídicos. Místicos y eremitas fueron sus pobladores.

La fisonomía de este enclave, en el que también confluyen los ríos Sée y Sélune, se transformó por completo cuando la acción de las corrientes provocó el hundimiento del terreno y que el mar engullese por completo el bosque.

Normandía está siempre bajo el signo fluctuante del agua. Nada es definitivo porque las tierras se mueven al ritmo de los impulsos de las mareas, que dejan a la vista los islotes o los sepulta. El agua gana metros en la tierra con su paulatina insistencia. El viento mueve las dunas y los ríos se difuminan en las marismas y entre la niebla.

Cúpula de la iglesia abacial

El siguiente episodio se ajusta a los patrones clásicos: un obispo, Aubert d’Avranches, recibe en sueños la orden del arcángel Miguel de que levante un santuario en su honor en el Mont Tombe, y le indica el lugar preciso: en lo más alto de la roca (este ejemplo de egocentrismo se repite en miles de ocasiones).

Corre el año 708. De la tarea se encargan los monjes benedictinos y del resultado del trabajo poco o nada permaneció dos siglos y medio después, porque la iglesia fue sustituida por otra de estilo románico, a la que fueron añadidos la abadía, una capilla, un coro de estilo gótico y otros equipamientos.

La nueva estructura superaba ampliamente la primitiva, y la roca elegida por el arcángel resultó insuficiente, lo que hizo necesaria la construcción de cimientos y contrafuertes. Dos torres fueron asentadas en  su fachada principal. Y cuando los trabajos parecían haber concluido, allá por el siglo XIII, se suceden las guerras, los derrumbes y los incendios. Los ingleses tratan de conquistarlo (es la Guerra de los Cien Años), pero la fortificación les impide alcanzar su objetivo.

Vista de una construcción ubicada junto a a la muralla

Estos avatares, sumados a una crisis económica, dan como resultado que los benedictinos abandonen Mont Saint-Michel, y esta abadía deje de figurar en el mapa europeo de las  peregrinaciones.

Los avatares de la historia quisieron que en el siglo XVII grupos esotéricos cuyos miembros se dedicaban a la alquimia y querían hacer avanzar la humanidad por el camino de la ciencia se reuniesen entre sus altos muros, aunque ni su presencia, ni la de un puñado de benedictinos que se negaron a claudicar impide que avance el deterioro.

El cambio de fisonomía se acelera a partir de 1790, cuando los últimos monjes abandonan tras el triunfo de la Revolución. Napoleón convierte la abadía en una prisión, para lo que promueve una profunda reforma de varias de sus estancias, la destrucción de algunas de ellas y la adición de otras nuevas. Víctor Hugo fue uno de los artistas que reclamó el cierre del penal, que no fue ordenado hasta 1863. Dos décadas después comenzó la reconstrucción, y transcurrió un siglo hasta que retornaron los benedictinos.

¿Qué se puede encontrar aquel que visite este magnético lugar transcurridos trece siglos desde que el obispo de Avranches hubiera emitido su tajante orden haciéndose eco de una petición que le fue cursada mientras dormía? (Según cuenta la leyenda, que conste).

Vista aérea

La distribución tiene la habitual carga simbólica que caracteriza los lugares destinados al culto: la parte inferior está destinada a aquellas actividades consideradas mundanas, y la alta, a las de carácter espiritual.

La entrada principal está flanqueada por dos torres y está provista de elementos defensivos de los que un cañón es el vestigio de los conflictos bélicos con Inglaterra y el lugar elegido por no pocos viajeros para hacerse una fotografía. A un lado está la sala de los guardias. En el plano inferior, rodeando la roca, también se ubica una estancia rectangular, usada como almacén y distribuida en tres naves.

La Entrada de Fanils está muy próxima a la principal y bordeando el peñasco siguiendo el sentido de las agujas del reloj encontramos la Torre Gabriel y el embarcadero. Más adelante está la capilla dedicada al obispo Aubert, al que también le fue concedida la denominación de santo, a la que se puede acceder caminando cuando la marea está baja.

El claustro

En este punto del relato, conviene tener en cuenta que el espacio de tiempo que transcurre hasta que está alta es muy corto y el nivel del agua sube hasta quince metros

Bordeando el monte en sentido contrario, el recorrido prosigue en paralelo a una robusta muralla que protege el núcleo habitado, la iglesia de Saint-Pierre y otra construcción defensiva, la Torre Nueva.

El desnivel con las celdas se salva por medio de una monumental escalera, y en este lugar puede verse una grúa-rueda de madera, una polea usada por los prisioneros para acarrear alimentos a través de la Rampa de Suministros. Más abajo se encuentra un jardín. Una capilla y un osario comparten el mismo plano.

Seguimos ascendiendo. Ventanales circulares hacen posible la iluminación del Salón de los Caballeros, en el que los monjes transcribieron miles de manuscritos que recopilaban el saber de la época, y a su lado se ubica la sala de visitas, el salón del tribunal y los pilares que sostienen la cripta. Son diez, con una circunferencia de cinco metros, y sirven de base al altar de la iglesia abacial, que despunta a ciento setenta metros sobre el nivel del mar.

La nave central de la iglesia

En la parte alta también está el claustro, con capiteles cónicos y arcos ojivales, y el antiguo refectorio. El coro gótico, con arcos a tres niveles, el deambulatorio y los grandes vitrales llaman la atención en un templo dispuesto en torno a una nave central y otra transversal. Las voces, profundas y graves, de los miembros del coro quedan suspendidas en el aire y flotan por unos instantes las notas del canto gregoriano bajo las bóvedas.

Es accesible el billete al pasado en el templo porque todos sus componentes ayudan al ejercicio de retroceder. Graves y circunspectos, los monjes caminan silenciosos encapuchados y ocultos bajo la túnica negra, sobre la que se balancea un escapulario. “Verán sus días acortados y morirán de una muerte horrible”, vaticinó dios en el mensaje que, presuntamente, hizo llegar a san Benito de Nursia, el fundador de esta orden.

Tampoco resultaría sorprendente imaginarse a  un caballero medieval caminando por la Grand Rue, que discurre en paralelo con la muralla, ni por las estrechas callejuelas que desembocan en ella, sobre las que se entrecruzan y superponen las edificaciones, con una excepción, la Rue des Cocus (Callejón de los Cornudos), conocido con este nombre porque sus dimensiones son tan reducidas que resultaría imposible circular en él con unos cuernos en la cabeza.

La Grand Rue


Adoquines pulidos por el paso de millones de peregrinos, geranios en el quicio de las ventanas, banderas, escudos, toldos, tejados de pizarra, tiendas destinadas a la venta de recuerdos y productos gastronómicos, hoteles bares, restaurantes... Despunta en el sector hostelero la tortilla que elaboran en La Mère Poulard, un establecimiento abierto en el año 1888 por Anne Boutiaut, la doncella de la familia de un arquitecto que se desplazó a Mont Saint-Michel en 1872 para dirigir un proyecto de restauración.

La Mère Poulard

En torno a cuarenta son los vecinos que habitan Mont Saint-Michel, y 20.000 los turistas que recorren este pequeño núcleo cualquier día en la temporada alta. De los que la mayor parte no se molesta en ascender hasta la abadía. No más de un tercio lo hace, indica un estudio.

La niebla que envolvía el peñasco a media mañana sigue rodeando el montículo, y cuando llega la hora del adiós, la nueva visión en perspectiva de una roca sobre el que parecen haber brotado unas construcciones que se apiñan escalonadas evoca las leyendas de las islas flotantes, como la de Brasil, que aparecía un solo día cada siete años entre la bruma de las costas de Irlanda.

O la de Antilia, o Antilla, refugio de los visigodos cuando los árabes conquistaron España, con sus siete ciudades fundadas por el mismo número de obispos.

O la de San Brandán, que alcanzaron catorce monjes después de haberse internado en el Atlántico a bordo de un frágil currag, con san Brandán al timón dirigiendo una travesía que se prolongó por espacio de siete años durante los cuales tuvieron que enfrentarse a toda clase de monstruos marinos.

Imagina el viajero que una enorme vela se despliega desde lo más alto de la iglesia, que la fuerza del viento alcanza una intensidad nunca antes registrada en Normandía, y que el liviano brazo de arena que une la roca a la península rompe. Mont Saint-Michel se convierte en una grandiosa embarcación de 960 metros de circunferencia y 97 hectáreas de extensión, que se desplaza lentamente hacia la bocana de la bahía, al encuentro con el océano, para convertirse en una isla viajera.

Tres vacas pastan en un prado próximo al Mont.Saint-Michel



Nómadas
5/22/2021
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